La conmemoración de los 30 años de la Revolución Portuguesa no puede ser más oportuna. En los últimos años decenas de miles de personas en todo el mundo están comprendiendo la necesidad de transformar la sociedad para acabar con el capitalismo y todas sus lacras, pero una pregunta golpea una y otra vez sus cerebros: ¿es posible? Hace 30 años en Portugal, como hace 34 años en Chile, 36 en Francia o, simplemente, como ahora en Venezuela, se dio una respuesta: sí, sí es posible. Y, sin embargo, no se acabó el proceso, no surgió una nueva sociedad de las ruinas del capitalismo. ¿Por qué?

La crisis de los 70 acabó con una larga época de estabilidad en los países capitalistas avanzados. Las masas encontraron, en toda Europa, problemas desconocidos: alta inflación, paro masivo, ataque a las conquistas sociales…, y respondieron con un ambiente de lucha generalizado y un giro a la izquierda en la sociedad. Y fue Portugal donde el proceso llegó más lejos; de ahí la importancia que los propios capitalistas e imperialistas de todo el mundo le dieron y que los revolucionarios debemos darle.

La burguesía portuguesa, históricamente, es incluso más atrasada que la española. No es casualidad que su sistema necesitara de la dictadura más longeva de Europa, ¡de casi 50 años! Los capitalistas lusos eran incapaces de llevar adelante la revolución democrático-burguesa, tan fuertes eran sus lazos con los terratenientes, por un lado, y con el capital monopolista británico, por otro. Al calor del auge económico de la posguerra, Portugal se transforma. Si bien en la agricultura el beneficio del latifundista se sigue basando en la explotación intensa de la mano de obra, en la industria se impone el monopolio. En 1970 sólo el 20% de los trabajadores industriales estaban ocupados en empresas de menos de 20 personas, en 1971 el 0,4% de todas las sociedades controlaba el 53% del capital de éstas, en 1972 el 16,5% de todas las empresas industriales producían el 73% de la producción industrial. En vísperas del 25 de Abril, los siete (siete grandes grupos) dominan prácticamente toda la economía, bien directamente bien a través de sus bancos y de las influencias políticas.

Pero esta irrupción de la concentración capitalista en el tradicional y bucólico Portugal, durante los 50 y 60, tiene efectos imprevistos. En Oporto, Setúbal y, sobre todo, la luego conocida como Lisboa la roja, se crean impresionantes concentraciones obreras, y con ellas viene el aumento de la conciencia colectiva, una sensación desconocida de fuerza, y la experiencia de que su lucha por mejorar su nivel de vida choca frontalmente con el Estado dictatorial de Salazar y, después, Caetano. Por otra parte, el proceso de monopolización empobrece y proletariza a sectores importantes de la pequeña burguesía rural y urbana, otrora sostén del régimen, y los empuja hacia la izquierda.

El golpe de Estado del 25 de Abril de 1974 no fue un rayo en un cielo despejado. Fue incubado por la crisis del capitalismo portugués y de su régimen, y por la fuerza de un proletariado (de un millón de personas sólo en el sector industrial, sin contar a parte del millón y medio de emigrantes) creado, cocido y madurado con la levadura del auge de la posguerra, como también ocurrió en España. Cuando llega la crisis, cuando se suceden los despidos masivos, la inflación (19,2% en el 73), las reducciones salariales, esa fuerza potencial explota. En 1970, los bancarios imponen con su lucha el primer convenio colectivo, y en octubre de ese año se forma la Intersindical, a iniciativa de los sindicatos del metal, las finanzas y el textil; en abril del 73 ¡40.000 trabajadores! se manifiestan en Oporto; del otoño de ese año al 25 de Abril 100.000 obreros van a la huelga, por supuesto ilegalmente.

La guerra colonial fue un factor decisivo en la caída de la dictadura. El reaccionario aparato estatal y la burguesía aunaban fuerzas para mantener las vastas y ricas extensiones de Angola y Mozambique bajo su control, lo que les permitía el saqueo de sus materias primas y el patético sueño de mantener el histórico imperio colonial. Pero el coste de esta opresión imperialista era sangrante, también para las masas de la metrópoli. Los muertos portugueses en la guerra colonial (1961-74) fueron unos 15.000, y 30.000 militares lusos quedaron inválidos o mutilados. La pesadilla del servicio militar duraba ¡4 años!, y a esto hay que sumar el derroche del gasto militar: en 1973 la sangrienta aventura colonialista chupó el 45% de todo el presupuesto. El coste económico y social llegó a ser tan grande que incluso un sector importante de la burguesía (representado por el general Spínola) era partidario de mantener el yugo imperialista bajo formas nuevas, dando algún tipo de autonomía ficticia, para acabar con la resistencia popular angoleña y mozambiqueña.

El 25 de Abril

La peculiaridad de la Revolución Portuguesa fue que se inició con un golpe de Estado militar contra una dictadura. De hecho, la historiografía burguesa y reformista intentan constreñir la Revolución de los Claveles a la acción del 25 de Abril, quitando importancia a los acontecimientos posteriores por ser “excesos fruto de la ingenuidad y del sentimiento, que fueron felizmente superados”. Sin embargo, la Revolución no es el 25 de Abril, sino que empieza el 25 de Abril. Por otra parte, el hecho de que una minoría de suboficiales y soldados fuera capaz de acabar en 24 horas, de forma prácticamente incruenta y sin apenas resistencia, con una dictadura que supuestamente controlaba todo, no demuestra sino que la fuerza de la clase obrera era enorme; su arrojo, su lucha, atraía a sectores de capas medias, empobrecidas y asqueadas con la sangría colonial y con la dictadura, hasta tal punto de convertir un grupo surgido dentro de la oficialidad del Ejército por motivos corporativos (el MFA, Movimento das Forças Armadas) en el autor de una conspiración para acabar con la dictadura. Aunque en contacto con Spínola y el sector liberal de la burguesía, el MFA tenía una dinámica propia, influida también por el ambiente internacional de lucha contra la Guerra de Vietnam, por los propios movimientos guerrilleros africanos y, especialmente, por el ambiente generalizado de oposición a la dictadura.

Los liberales pretendieron utilizar al MFA para presionar a los ultras y obligar al régimen a cambiar de formas para mejor controlar la situación, paliando por lo menos la guerra colonial, pero se encontraron con una sorpresa: la irrupción de las masas. El 25 de Abril hizo explotar toda la energía y la rabia contenidas durante décadas: por doquier surgían celebraciones, luchas, manifestaciones, reivindicaciones, asociaciones de todo tipo, discusiones sobre qué hacer y sobre cualquier problema. En esos días, igual que en la Revolución rusa de Febrero, las masas eran las que tenían el poder, pero no eran conscientes de ello. El MFA había cedido el poder, formalmente, a la Junta de Salvación Nacional presidida por Spínola que había sido llamado por el dictador Caetano cuando estaba rodeado su palacio por los soldados y trabajadores, para dar una salida responsable a la situación. Pero las decisiones de la Junta no valían mucho más que el papel donde estaban escritas. El movimiento avanzaba como la lava: los presos políticos son liberados, los pides (miembros de la PIDE, la policía política) perseguidos, muchas empresas saneadas (depuradas de fascistas), viviendas vacías ocupadas. Los jornaleros del Alentejo ocupan los latifundios; las huelgas se suceden (en el poderosísimo grupo CUF, ferrocarriles, automóvil, construcción, químicas…), reivindicando aumentos salariales, jornada de 40 horas semanales y, también, medidas políticas y de control obrero, como fiscalización económica de la empresa, readmisión de trabajadores despedidos y depuración de fascistas. Estas luchas obreras y populares están organizadas por comisiones de trabajadores y de vecinos (Comissoes de Moradores) que surgen como setas. El Primero de Mayo, cinco días después del golpe, 600.000 personas, incluyendo soldados y marineros armados, se manifiestan en Lisboa.

La burguesía se ve impotente para controlar la situación. La Junta condena “los atentados a la jerarquía”, la “expulsión de responsables” (depuración) y las “reuniones en horas de trabajo”. Pero ¡ni siquiera tiene una fuerza armada para hacer cumplir sus decisiones! La única forma de recuperar el control es utilizando el enorme prestigio que tienen las organizaciones obreras, en especial el Partido Comunista (PCP, con una enorme autoridad por ser “el partido que luchó contra el fascismo”) y el Socialista (PS).

La situación revolucionaria que se abrió el 25 de Abril hubiera permitido una definitiva transformación política en Portugal: acabar con el capitalismo, instaurar una auténtica democracia de los trabajadores, basada en esos incipientes órganos de control (las comisiones), y en la expropiación de las siete grandes familias, las multinacionales y los latifundios, y elevar el nivel de vida de la población, socavando así, para empezar, los ya podridos cimientos del capitalismo español y del griego. El ánimo de lucha y participación política directa de la clase obrera, el giro a la izquierda de las capas medias (¡incluso un sector muy importante de los militares!), la impotencia y crisis de la clase dominante…, todo permitía una transformación pacífica. Pero faltaba algo. Es imposible, incluso en el culmen de una situación revolucionaria, que los trabajadores puedan sacar todas y cada una de las conclusiones necesarias para rematar con éxito la faena. La revolución es un arte. Más allá de ideas generales, hay que saber qué postura tener ante cada problema (las colonias, la amenaza fascista, la Iglesia, la pequeña burguesía…), cuándo es el momento para un repliegue y cuándo para avanzar, qué ambiente y qué fuerzas tiene en cada momento el sector más consciente, la clase obrera y las masas en general, etc. Las conclusiones de experiencias pasadas en todo el mundo solamente las puede ofrecer un partido organizado en base a la filosofía y el método del marxismo, y que sepa aplicarlas al movimiento real y aprender de él. Pero Portugal estaba huérfana de partido que jugara ese papel…

Tras la caída del zar y la instauración de un Gobierno Provisional de coalición entre burgueses y reformistas, los bolcheviques insistieron en extender y fortalecer los soviets, que eran los órganos directos de representación de las masas trabajadoras (y, por contagio, de los campesinos pobres y soldados), con el objetivo de sustituir cualquier gobierno o institución burguesa (como se demostró de febrero a octubre del 17), incapaz de solucionar las tareas democráticas y revolucionarias. Mientras explicaban esta idea, demostraban en la práctica el carácter reaccionario del Gobierno Provisional y de los reformistas al exigirles medidas que no podían satisfacer sin romper el opresivo lazo que les unía a los capitalistas. La reforma agraria, el final de la guerra, el aumento del nivel de vida de las masas…, ni siquiera la convocatoria de una Asamblea Constituyente fueron capaces de lograr. Ésta fue la experiencia de las masas, pero para ayudar a su conciencia, señalar la alternativa y organizar la insurrección de Octubre fue necesario un partido curtido en mil batallas, enraizado en el movimiento y con una ideología y táctica marxistas, firmes frente a todas las presiones.

Ausencia de un partido revolucionario

Desgraciadamente, no existía un equivalente al bolchevismo, en el Portugal del 25 de Abril. Álvaro Cunhal, secretario general del PCP en 1967, había dejado escrito que “la tarea fundamental de [un] Gobierno Provisional es la instauración de las libertades democráticas y la realización de elecciones libres para una Asamblea Constituyente. Que esta tarea sea realizada es la única condición que el Partido Comunista pone para su participación en el Gobierno” (Acçao revolucionária, capitulaçao e aventura). Efectivamente, ya el 5 de mayo el PCP pidió ser incluido en el primer Gobierno Provisional, con Palma Carlo de primer ministro (hombre de paja de Spínola, que se mantenía de presidente); Spínola explicó esta inclusión así: “había que responsabilizarle abiertamente de las tareas del Gobierno. En caso contrario (…) no asumiría ninguna responsabilidad, reforzando su imagen” (António de Spínola, Ao serviço de Portugal). Cuando el Partido Comunista no fuera necesario para aprovechar su autoridad ante las masas, la burguesía no tendría más que echarles, como pudimos ver en Grecia, Francia o Italia tras la Liberación. Por supuesto, también el Partido Socialista entra en el Gobierno. De dirección socialdemócrata éste y estalinista aquél, ambos partidos, más allá de matices, están de acuerdo en lo fundamental. Mientras públicamente defienden el socialismo, en la práctica consideran que eso está lejos, que hay que consolidar la democracia, y que la única forma de hacerlo es moderando las reivindicaciones para no asustar a la burguesía democrática, facilitando a la burguesía recuperar el control del Estado y acabando con el poder de las Comisiones. Pero, si fueron las masas las que echaron abajo a la dictadura (empujando a la acción a un pequeño grupo de suboficiales), ¿cómo se podía, siquiera, defender las conquistas ya obtenidas, limitando el movimiento de las masas? ¿Acaso las medidas de control obrero no eran la mejor defensa ante las conspiraciones de los capitalistas? ¿Acaso la nacionalización de la banca no hubiera dificultado enormemente los planes golpistas? Es más, ¿para qué nos sirve la limitada democracia burguesa, si en el momento en que somos más fuertes no podemos aplicar las libertades conquistadas –de organización, de manifestación, de huelga…- para aumentar nuestro nivel de vida y, también, nuestra fuerza? ¿Y acaso no es inseparable la lucha por mejorar, por llenar de contenido esas libertades democráticas, por acabar con la posibilidad de una vuelta atrás, con la lucha por el socialismo, es decir, por extender, profundizar y unificar todas esas Comisiones (los órganos más democráticos del proletariado portugués), por organizar la vida económica en función de las necesidades de la mayoría y bajo su control? Los continuos avisos de los dirigentes comunistas y socialistas, en la transición española como en la Revolución Portuguesa, de que “ahora no es el momento, ya lucharemos por el socialismo”, ya sabemos en qué acaban: décadas después, nuestros dirigentes ni siquiera hablan públicamente de sociedad socialista.

Los estalinistas jugaron el papel de apagafuegos, aunque con poco éxito. Por poner un sólo ejemplo, el 25 de mayo, en una manifestación de apoyo al Gobierno, el orador del PCP critica la “ola generalizada de huelgas que sirve al fascismo”, especialmente la huelga de los trabajadores de panaderías, fomentada “por reconocidos agentes fascistas”. La Intersindical, bajo dirección del Partido Comunista, llega a organizar una manifestación “contra la huelga por la huelga” (!). El PS también se suma a esta labor, pero pese a todo la oleada de huelgas no remite, consiguiendo logros históricos (el aumento salarial medio llegó a ser del 35%).

Tres golpes… y tres fracasos

Con todo, la autoridad de los dirigentes obreros es insuficiente y la burguesía buscará en diferentes planes golpistas una alternativa para acabar con la fuerza con la Revolución. El primer intento es un golpe de palacio fracasado. Palma Carlo exige poderes más amplios para acabar con el “clima de indisciplina social”. Pero estas maniobras fracasan, no hay una mínima base de apoyo para ellas. Peor: el nuevo Gobierno se inclina más a la izquierda, con el coronel Vasco Gonçalves (miembro de la izquierda militar) de primer ministro, si bien continúan ministros spinolistas; por esto, el II Gobierno Provisional tenía más complicado todavía satisfacer a los trabajadores, sin poder por ello satisfacer a los burgueses. El 27 de agosto el Gobierno prohíbe las huelgas políticas, de solidaridad e interprofesionales, exige un preaviso de huelga de 37 días y legaliza el cierre patronal.

El segundo intento de golpe fue la preparación de una manifestación de la “mayoría silenciosa”, para el 28 de septiembre. Spínola, presentado como un gran demócrata por los dirigentes comunistas y socialistas llama por televisión a manifestarse contra el “abuso de libertad” y las “reivindicaciones descontroladas”, y se organiza “espontáneamente” (con apoyo de los grandes grupos financieros) la manifestación. La reacción intentaba transportar al sector más atrasado (especialmente, campesinos del Norte) y a grupos fascistas armados a la roja Lisboa y provocar violencia que justificara medidas de fuerza. Este intento fracasará ante la madurez del movimiento obrero, que entendiendo el peligro mortal se echará a la calle la tarde del 27, organizará barricadas e instalará controles en las carreteras; los ferroviarios y conductores de buses se declaran en huelga, y 100.000 personas se manifiestan en Oporto, confraternizando obreros y marineros al grito de “¡Portugal no será el Chile de Europa! La manifestación del 28 nunca se celebró.

Tras el fracaso del golpe, Spínola y sus ministros tuvieron que dimitir, ¡pero nadie importunó al general, que pudo seguir tramando sus planes! Con el agravamiento de la crisis, y de forma instintiva, los trabajadores buscan más ansiosamente formas de control; los 3.300 empleados de tres cadenas de supermercados ocupados intentan crear un enorme grupo autogestionado de distribución; la asamblea general del sindicato bancario pide la nacionalización de la Banca para defenderse de la burguesía; los campesinos del Centro y Sur aceleran las ocupaciones de tierras.

El 11 de marzo es el intento más serio de ahogar en sangre la Revolución, organizado una vez más por Spínola. Es lo más parecido a un golpe militar clásico… ¡pero sin apenas apoyo de militares! Prácticamente, sólo se movilizan los paracaidistas, el cuerpo militar más atrasado, y eso engañando a soldados y suboficiales. El golpe se deshace en el aire ante la falta de apoyos; incluso los militares más reaccionarios dudan ante la actitud resuelta de la clase obrera, que sale de nuevo a la calle a “defender o 25 de Abril”, rodeando los cuarteles.

¡Qué mejor prueba que estos tres fracasos para demostrar la auténtica correlación de fuerzas! El Portugal obrero de la ciudad y el campo, armada con un programa marxista, ¿de qué no hubiera sido capaz? Pero sus dirigentes siempre iban por detrás de ellos. Incluso después del 11 de marzo, cuando el ambiente de radicalización empuja a la mayoría del MFA a declarar que el objetivo de la Revolución es el socialismo, cuando el Gobierno tiene que nacionalizar gran parte de los siete grandes grupos por la presión directa de los trabajadores (los de la CUF, la Banca y los transportes exigían su nacionalización, para no ser utilizados en beneficio de la reacción), cuando The Wall Street Journal declara en portada que “el capitalismo ha muerto en Portugal”, dando la jugada por perdida, Soares critica el “confuso anarco-populismo”, y Cunhal dice que “la agudización artificial de los conflictos sociales (…) [constituye], en su conjunto, una gran ofensiva contrarrevolucionaria”. ¡Ni una palabra sobre las tareas revolucionarias! ¡Sobre la necesidad del control obrero de esas nacionalizaciones, sobre la convocatoria de un Congreso Nacional de las Comisiones, sobre la formación de un frente único de la izquierda contra la reacción, que continuaba agazapada incluso en el Gobierno! Nada, la única consigna era confiar en el Gobierno y en el MFA, y responsabilidad.

El 25 de Abril se celebran las elecciones a la Asamblea Constituyente, y los resultados reflejan, aunque distorsionadamente, la correlación de fuerzas. El PS obtiene el 39%, el PPD el 26% y el PCP el 12,53%. En total, los votos de PS, PCP y otros grupos de izquierda, más el voto nulo y en blanco (promovido por el MFA), suman el 66%, mientras la derecha sólo llega al 34%. Pese a la hegemonía comunista en el movimiento obrero de la ciudad y el campo, en el seno del Ejército y en general en todo el movimiento, las masas más amplias de la clase obrera, y otros sectores, respaldan electoralmente al PS. Ante sus ojos los dos partidos no tienen mucha diferencia en cuanto a sus fines declarados (el socialismo), pero la vinculación del PCP con el estalinismo soviético, su tendencia a intentar manejar burocráticamente el movimiento, en momentos de extrema sensibilidad democrática, asusta a sectores muy importantes.

Campaña anticomunista

A partir del fracaso del 11 de marzo la burguesía no tendrá más remedio que utilizar hasta el fin a los dirigentes del PS. Especialmente durante los meses de verano del 75, la dirección socialdemócrata participa en una feroz campaña anticomunista, acusando al PCP de promover la dictadura de partido y alertando del peligro comunista. Es cierto que los socialdemócratas utilizaban para su campaña toda una serie de errores de la dirección del PCP. Por ejemplo, la imposición de la Ley de Unicidad Sindical, que intentaba impedir la organización de diferentes sindicatos, lo que favorecía obviamente a la Intersindical; esta ley se apoyaba en el sano sentimiento de unidad de la clase obrera, pero la unidad sólo puede ser un efecto voluntario de la conciencia, no una imposición de las instituciones.

Sin embargo, Soares y compañía desataron todo tipo de prejuicios anticomunistas en su base social para minimizar los peligros de la contrarrevolución, y para dividir en dos a la clase obrera. La base socialista fue políticamente desarmada para responder a la reacción, que en el Norte realiza 240 actos terroristas (asaltos a sedes del PCP o la Intersindical, asesinatos de comunistas), amparados por la Iglesia y los partidos burgueses y por el silencio del PS.

En esta situación la reacción se ve suficientemente fuerte, agazapada tras la dirección socialdemócrata, para provocar la caída del V Gobierno de Vasco Gonçalves y formar un nuevo Gobierno con un objetivo claro: retomar definitivamente el control para la burguesía, acabar con el poder de las Comisiones, y recuperar la dirección del Ejército. Pero la situación sigue abierta: en Oporto se crea el movimiento revolucionario y semiclandestino SUV (Soldados Unidos Vencerán), que junto a los destacamentos rojos se une con desfiles armados a las manifestaciones obreras; 100.000 trabajadores de la construcción, en lucha por el convenio, rodean la Asamblea Constituyente, impidiendo salir a los diputados, y las tropas enviadas para rescatar a sus señorías confraternizan con los obreros. Pero la disposición a la lucha no podía sustituir de ninguna forma la existencia de un partido revolucionario. El último acto de la Revolución fue la desesperada insurrección de los destacamentos rojos, el 25 de noviembre, provocada en el momento más oportuno por el Gobierno, al destituir de la Región Militar de Lisboa al izquierdista Otelo Saraiva de Carvalho. La heroica lucha de los soldados y los oficiales revolucionarios fue machacada ante la falta de una preparación militar previa, de una campaña de alerta en los barrios obreros…, es decir, ante la falta de una perspectiva socialista.

Ya han pasado 30 años. Muchas conclusiones de esta historia épica son desconocidas para las generaciones jóvenes. En Portugal como aquí, plumíferos a sueldo han reescrito la historia. Pero en los grandes enfrentamientos que se preparan, en la lucha por una sociedad socialista, las grandes tradiciones del 25 de Abril, de las Comisiones de Trabajadores y Vecinos, de los jornaleros del Alentejo, de los Soldados Unidos Vencerán, serán redescubiertas por la clase obrera de toda la Península y del mundo.

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