La Fundación Federico Engels, con la que El Militante colabora estrechamente, publicó en el mes de mayo el libro de Alan Woods Bolchevismo, el camino a la revolución.

El texto, que se extiende a lo largo de más de 700 páginas, constituye el esfuerzo más serio desde el punto de vista del marxismo militante por establecer una auténtica historia del partido de Lenin y Trotsky. Como señala el autor en el prefacio, la literatura publicada acerca del bolchevismo se puede caracterizar en su mayoría de dos maneras, salvo honrosas excepciones: o se trata de libros escritos desde la trinchera de la historiografía burguesa cargada de todos los tópicos, prejuicios y saña contra la Revolución de Octubre, o bien estamos ante panegíricos de la escuela estalinista que trasladan una visión del bolchevismo totalmente distorsionada y manipulada para presentarlo como una corriente homogénea desde sus orígenes, sin debate y controversia, infalible en sus apreciaciones, estática, desprovista del nervio polémico que atravesó toda su historia; una forma de presentar los hechos en definitiva, que ha jugado un papel notable para justificar a la misma burocracia estalinista que se aupó sobre los estertores del Partido Bolchevique.

El libro de Woods se aleja completamente de estos dos modelos. La reivindicación del bolchevismo, de su lado fuerte pero sin ocultar los problemas, es la afirmación, también hoy, de la necesidad de forjar el partido revolucionario de la clase obrera. Esta obra tiene precisamente esta idea como referente: las lecciones del pasado, de la historia de la corriente revolucionaria que llevó a las masas de la clase obrera y el campesinado pobre de Rusia al poder en 1917, son una fuente de enseñanzas inagotable para los que luchamos por el socialismo en el momento actual.

Desde El Militante queremos animar al estudio de esta gran obra y para ello iniciamos con el presente artículo una serie dedicada al contenido del libro.

Rusia en la segunda mitad del siglo XIX constituía uno de los baluartes más sólidos de la reacción autocrática. El régimen zarista se apoyaba en unas relaciones económico sociales que combinaban rasgos feudales, incluso prefeudales, especialmente en lo referido a la propiedad de la tierra, y al mismo tiempo, formas de producción capitalistas que aceleraban la concentración de la población en grandes ciudades. Al igual que otros países de desarrollo capitalista tardío como España o Italia, la monarquía rusa era el producto totalitario de esta realidad social. Este desarrollo desigual y combinado de la economía y la sociedad, determinó la configuración asimismo de las clases sociales y su papel en la lucha contra el régimen autocrático.

La decadencia del régimen feudal en Rusia se prolongó durante siglos, al tiempo que la burguesía rusa nunca jugó un papel independiente en el plano político que amenazara decisivamente el poder de la nobleza terrateniente y la burocracia del régimen. De hecho, la burguesía rusa siempre prefirió vincularse a la monarquía que enfrentarse a ella. Aunque desde el punto de vista de los derechos políticos y parlamentarios la burguesía estuviese huérfana del poder, el régimen monárquico le aseguraba sus negocios y el mantenimiento de un ordenamiento jurídico que permitía la brutal explotación de la joven clase obrera rusa. Además esta misma burguesía no tenía demasiados problemas en invertir una parte de sus fabulosas plusvalías en la compra de tierra y fusionarse con la clase terrateniente, con la que a su vez, compartía sillones en los consejos de administración de las grandes empresas.

En la base de la sociedad, más de 150 millones de campesinos malvivían en condiciones permanentes de hambruna y miseria. El decreto de emancipación de los siervos, aprobado en fecha tan tardía como 1861, no supuso ninguna mejora fundamental para las masas del campesinado. Aunque dictado por el miedo a las sublevaciones campesinas tras la crisis desatada por la guerra de Crimea en 1853-1856, el decreto establecía unas formas de acceso a la propiedad de la tierra que beneficiaron exclusivamente a los grandes propietarios. En definitiva supuso un gigantesco trasvase de la propiedad en beneficio de los terratenientes, que en el último tercio del siglo acumulaban el 70% de la tierra.

El mantenimiento de esta masa de millones de hombres, mujeres y niños en condiciones infrahumanas era una fuente de constantes conflictos. Las sublevaciones campesinas salpicaron la historia del país desde siglos atrás, cuando los ejércitos campesinos de Pugachov combatieron a sangre y fuego contra los hacendados y las tropas del régimen. Estas rebeliones eran sofocadas brutalmente, dejando tras de sí la estela de una represión sangrienta. En el siglo XIX las sublevaciones y motines fueron constantes pero no conmovieron las bases del régimen. El campesinado, por su propio estatus social, aislado en el campo y carente de apoyos urbanos decisivos, no podía romper por sí solo con los terratenientes y la burocracia político-militar que lo oprimían. Necesitaba del concurso de otras fuerzas, especialmente de aquella que pudiese actuar contra el corazón económico del sistema y que además pudiese liderar efectivamente la acción por la reforma agraria y la expropiación de los terratenientes. Esa fuerza era la del proletariado, que a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX se fue desarrollando vigorosamente al calor del crecimiento de la producción industrial, de las inversiones multimillonarias del capital extranjero, especialmente francés y británico, y del desarrollo de las comunicaciones.

No obstante la entrada en la escena del proletariado, como fuerza política independiente no se produjo automáticamente. La formación social rusa era todavía presa de esta herencia feudal. La situación de rechazo a la miseria de las masas campesinas se reflejó en primer lugar en la cúspide de la sociedad, especialmente en los círculos de la intelligentsia y la juventud liberal que se radicalizó con los sufrimientos impuestos al “pueblo”, es decir, a las masas campesinas. De estos sectores nació el primer movimiento que se planteó seriamente la necesidad de emancipar a los campesinos de su condición de esclavos y luchar, por tanto, contra el régimen que les oprimía.

‘Id al pueblo’

Estos elementos configuraron el primer batallón que se enfrentó al zarismo: eran los populistas o anarquistas rusos (narodnikis). Gente como el príncipe Kropotkin, jóvenes educados en el ejército y en la élite académica que se conmovían por la pobreza, la humillación y la brutalidad que observaban a su alrededor. Sin embargo la otra cara de la buena voluntad de esta generación es que carecían de una estrategia consecuente para derrocar a la autocracia. Sin comprender el carácter del desarrollo social en Rusia, negaban que el capitalismo se pudiera establecer como forma económica dominante y buscaban en el campesinado el sujeto revolucionario capaz de transformar la situación. En definitiva se trataba de establecer una senda histórica especial para Rusia: el socialismo agrario, y éste podría surgir directamente de la comunidad agraria local, del Mir (unidad campesina administrativa) reformado y dotado de un contenido democrático. Sobre esta base se podría establecer la “federación de comunidades agrarias”. En el programa del populismo de aquella época la lucha por las consignas democráticas carecían de sentido.

Este programa utópico tenia su prolongación en la estrategia para movilizar al campesinado. Se trataba de dar la espalda a las comodidades de la vida burguesa y aristocrática, y volverse hacia el pueblo, hacer agitación entre el campesinado en los pueblos. Una legión de jóvenes honestos y abnegados lo abandonó todo e intentó llevar la doctrina populista a los rincones de la Rusia profunda. Sin embargo el recibimiento no fue el esperado. Las masas atrasadas del campesinado rehuían a estos jóvenes vestidos con harapos que les hablaban en un lenguaje indescifrable; en una mayoría de casos les denunciaban al terrateniente o a la policía, provocando el desaliento y la frustración de los jóvenes activistas. Con todo, el régimen zarista se tomó muy en serio este primer desafío y activó una brutal campaña de represión con centenares de arrestos por todo el país.

Estos mismos elementos que habían colocado al campesinado como el sujeto activo de la revolución (al igual que hoy hacen algunas tendencias de la izquierda en Latinoamérica), se quedaron completamente aislados entre los propios campesinos. En el fondo el problema nace de las propias condiciones objetivas: la clase social menos predispuesta a desarrollar una conciencia socialista es el campesinado, precisamente por sus aspiraciones a la propiedad. El campesinado, además, es la clase menos homogénea de la sociedad, estructurándose en capas, desde el mediano propietario, más ligado por sus intereses materiales a la gran propiedad y que aspira a convertirse en hacendado; pasando por el pequeño propietario que utiliza mano de obra asalariada junto con su propio trabajo, y que por su propia condición suele ser la base política de la reacción; hasta los jornaleros o trabajadores agrícolas, mucho más vinculados al proletariado en sus aspiraciones y entre los cuales el desarrollo de las ideas colectivistas prenden con naturalidad.

La paradoja de aquellos primeros inicios fue que el único terreno donde los llamamientos narodnikis tuvieron un eco fue entre los obreros de las fabricas o, como los populistas les denominaban, “los campesinos de ciudad”.

La experiencia frustrada en el campo se vio compensada parcialmente por los progresos en las ciudades. Los populistas establecieron círculos de propaganda entre los obreros, que se extendieron a numerosas ciudades del Imperio. Paralelamente a la agitación revolucionaria, el proletariado ruso se iba desarrollando numéricamente y también despertaba su conciencia de clase. Como ocurrió en Gran Bretaña durante el periodo de la acumulación primitiva, la expulsión de millones de campesinos de las haciendas rusas hacia las ciudades estaba despejando el camino al capitalismo y fortaleciendo al proletariado: entre 1865 y 1890 el número de obreros fabriles aumentó en un 65%, aunque si se incluye a los mineros el incremento alcanza el 106%. Las condiciones de trabajo de esta masa proletaria eran espantosas, así como los niveles de insalubridad de los agujeros en los que se hacinaban con sus familias. Este fue el terreno en el que maduró la conciencia revolucionaria de la clase obrera rusa.

Tierra y Libertad

El movimiento narodnik, tras la experiencia de la década de los sesenta, se reagrupó en una nueva organización: Zemlya i Volya (Tierra y Libertad). Entre los fundadores de la organización se encontraba un joven llamado George Plejánov, que posteriormente encabezaría el primer grupo genuinamente marxista de Rusia.

La nueva agrupación narodnik mantuvo en esencia las bases teóricas del periodo anterior: la lucha por el “socialismo campesino” y su establecimiento a partir del Mir liberado del desarrollo capitalista. Se trataba de un socialismo confinado en los límites geográficos del territorio ruso, un antecedente de la teoría del socialismo en un solo país de Stalin-Bujarin. La novedad en lo referido a la estrategia para combatir a la autocracia, radicaba en la adopción de los métodos del terrorismo individual, justificada “para protegerse de la conducta arbitraria de los oficiales”.

La década de los setenta estuvo marcada por la actividad terrorista de los narodnikis, pero las ejecuciones de conocidos represores por los jóvenes activistas no acabó con el régimen. El sacrificio de esta generación tuvo el efecto contrario al que perseguía: fortaleció el carácter represivo del régimen, que sustituía con facilidad a los verdugos que caían, y diezmó las filas del movimiento revolucionario, con centenares de activistas pudriéndose en las prisiones y otros ejecutados en los cadalsos zaristas.

Los narodnikis fracasaron estrepitosamente en sus intentos de “despertar la conciencia del pueblo” a través de los métodos terroristas. Además esta “propaganda del hecho” encubría su carencia absoluta en el plano político donde eran absolutamente dependientes de los liberales, que les utilizaban cínicamente para conseguir prebendas políticas del régimen.

Finalmente las contradicciones que se generaron en su seno, a consecuencia de la incapacidad de ganar un eco amplio entre las masas y la frustración derivada de la represión, dieron lugar a una ruptura en el congreso de Voronezh en junio de 1879. Por un lado surgió Narodnaya Volia (Voluntad del Pueblo) que defendió la continuidad del programa y de los métodos terroristas. Por otro Cheny Peredel (Redistribución Negra), que criticaba los métodos del terrorismo individual pero oscilaba peligrosamente hacia el reformismo caritativo como “solución práctica” para los problemas del pueblo. Plejánov había iniciado su ruptura con los planteamientos del terrorismo y se situó en el segundo agrupamiento desde donde intentó desarrollar una tarea política de propaganda entre antiguos narodnikis a favor de las ideas del socialismo. La ruptura definitiva se produciría años más tarde ya en el exilio, cuando Plejánov se convence de la inconsistencia de las ideas anarquistas para dar respuesta a los problemas planteados por la revolución rusa y defiende el papel decisivo del proletariado en la lucha contra la autocracia. Sus conclusiones son el resultado de su experiencia y el estudio profundo y sistemático de la obra de Marx y Engels, apenas accesible para los activistas del interior de Rusia.

El Grupo Emancipación

del Trabajo

A pesar de la experiencia anterior, la marea entre la juventud activa en la lucha contra el zarismo discurría a favor de la actividad terrorista. El contexto era extremadamente difícil para Plejánov y sus seguidores orientados a la agitación entre los obreros

En comparación con sus antecesores, Narodnaya Volia representaba un avance pues la nueva organización aceptaba la lucha política contra la autocracia y recogía en su programa la demanda de un organismo representativo permanente (Parlamento), el sufragio universal, y la transferencia de la tierra al pueblo y las fábricas a los trabajadores. Sin embargo los aparentes éxitos de la tendencia terrorista eran el prólogo de su fracaso. El asesinato del zar Alejandro II el 1 de agosto de 1881, un triunfo histórico para la mentalidad narodnik, provocó una represión salvaje contra el movimiento que lo precipitó hacia su decadencia a lo largo de la década. Con todo, la presión de las ilusiones en que a través de la lucha terrorista se acabaría con el régimen seguían pesando mucho sobre los revolucionarios. El grupo de Plejánov que se acercaba decididamente al marxismo revolucionario también era consciente de este hecho y se orientó a Narodnaya Volia para ganar a los mejores luchadores a su causa. Esta táctica combinada con la crítica política a los métodos y el programa narodnik causó especial alarma en los círculos dirigentes de los populistas.

En septiembre de 1883 Plejánov estableció en el exilio, con un puñado de camaradas (Axelrod, Vera Zasúlich, Lev Deutsch), el primer núcleo del marxismo ruso, el Grupo Emancipación del Trabajo, y elaboró el primer texto de la crítica marxista rusa al populismo narodnik, El socialismo y la lucha política. En el prefacio de esta gran obra, fechada en Ginebra el 25 de octubre de 1883, Plejánov realiza una auténtica declaración de principios: “ (...) El afán de trabajar en el pueblo, la convicción de que “la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”, son tendencias prácticas de nuestro populismo por las que siento el mismo entusiasmo que antes. Pero su posición teórica, efectivamente, me parece errónea en muchos aspectos. Los años transcurridos en el extranjero y el estudio cuidadoso del problema social me convencieron de que el triunfo del movimiento popular espontáneo, al estilo de la sublevación de Stenka Razin o las guerras campesinas de Alemania, no pueden dar satisfacción a las necesidades político sociales de la Rusia contemporánea; que las antiguas formas de nuestra vida popular contienen en gran parte los gérmenes de su disgregación; que estas no pueden “desarrollarse hacia la forma superior de comunismo” si no actúa directamente sobre ellas un partido socialista obrero, poderoso y bien organizado. Por eso pienso que junto con la lucha contra el absolutismo, los revolucionarios rusos deben esforzarse, por lo menos, por constituir los elementos necesarios para organizar ese partido en el futuro. En esta actividad creadora deberán pasar de modo ineludible al campo del socialismo contemporáneo, puesto que los ideales de Zemlia i Volia no están de acuerdo con los ideales de los obreros industriales (...)”.

En todo este trabajo preparatorio que se extendió a lo largo de dos décadas, el papel de Plejánov fue el de un gigante. En unas condiciones tremendas de aislamiento, de penurias económicas y dificultades de todo tipo, él y sus camaradas mantuvieron firme la bandera del marxismo y establecieron las bases para el surgimiento de un poderoso movimiento socialista revolucionario entre los trabajadores rusos. Plejánov dotó al movimiento marxista de un cuerpo teórico acabado: desde la caracterización del régimen zarista hasta la elaboración de toda una serie de reivindicaciones democráticas de transición para movilizar a la clase obrera y otros sectores oprimidos bajo el yugo zarista. Sin embargo el eco de las ideas de Plejánov tardarían en llegar al interior de Rusia. Las calumnias de los dirigentes narodnikis y su aislamiento respecto a los activistas, constituyó un muro infranqueable durante años. Fue la profundidad de su crítica unida a la bancarrota de los métodos terroristas y a un auge poderoso de las luchas de los obreros rusos, lo que abonó el terreno para que sus ideas ganasen la inteligencia de muchos de los mejores jóvenes del movimiento revolucionario, el puente necesario para establecer la organización marxista en el interior de Rusia.

De los círculos de propaganda a la agitación

En la última década del siglo XIX el desarrollo del capitalismo en Rusia se aceleró considerablemente. Entre 1892 y 1901 se construyeron 26.000 kilómetros de vía férrea; surgieron nuevas áreas industriales en el Báltico, el Donbass y Baku; se aceleró la fusión entre el capital bancario y el industrial, se incrementó cualitativamente la penetración del capital extranjero. En treinta y tres años se dobló el número de fábricas: de 706.000 a 1.432.000. La tradicional comunidad rural, el Mir, se derrumbaba en líneas de clase, se fortalecía una minoría privilegiada de campesinos acomodados (los kulak) y aumentaba la gran masa de campesinos pobres (los mujiks). Este proceso significaba a su vez que las bases materiales en las que se sustentaban las ideas narodnikis se derrumbaban.

Paralelamente, crecía el peso del proletariado y se desarrollaba su acción como clase: el número de huelgas y el de participantes en dichas huelgas aumentaba constantemente. En esta gigantesca escuela de lucha, el proletariado ruso empezó a actuar de forma consciente.

De forma inconexa, en ciudades industriales como Petersburgo, Moscú, Vilnius, en la parte ocupada de Polonia y en las ciudades bálticas, comenzaron a surgir grupos de propaganda marxista animados por jóvenes, muchos de ellos provenientes del movimiento narodnik. Adoptaban la forma de escuelas para adultos y se instalaban en los distritos obreros. Un gran número de estos círculos adquirían el nombre de “Ligas de lucha por la emancipación de la clase obrera” reivindicando así el trabajo de Plejánov y sus camaradas.

En estos años y muy especialmente entre 1891-1892 se desató una hambruna de efectos terribles en el campo ruso. Fue el momento en el que Plejánov planteó la transformación de la lucha contra la hambruna en una lucha contra la autocracia zarista trazando un giro de la propaganda a la agitación: “las causas del hambre no son naturales sino políticas”, “Abajo la autocracia, asamblea representativa y sufragio universal.”

Para Plejánov se trataba de girar hacia las masas aprovechando la conmoción provocada por el hambre y la oleada huelguista que se desarrolló en las ciudades. Había que participar en las luchas cotidianas de la clase obrera como una forma de fusionarse con ella, ganar audiencia para las ideas del marxismo y elevar el nivel de conciencia y organización de los trabajadores.

Este planteamiento provocó consternación en las filas de los círculos marxistas. Las condiciones de clandestinidad y la represión sistemática del régimen contra las actividades de la oposición, causó entre muchos cuadros temor a que este giro facilitase la labor policial y destruyese lo conseguido hasta el momento. En el lado contrario también se levantaban muchas voces a favor de la agitación y la intervención en el movimiento de masas. Ese fue el caso de Mártov, autor de un polémico folleto a favor de la agitación que causó una profunda impresión en los círculos. Sin embargo el giro fue ganando el apoyo de la mayoría de los grupos marxistas, entre ellos el de la Liga para la Lucha por la Emancipación de la Clase Obrera de San Petersburgo —dirigida, entre otros, por un joven marxista pero ya veterano del movimiento (su apodo era el Viejo) de nombre Ilich Ulyánov, Lenin—.

En realidad la agitación era inevitable en el trabajo de los marxistas para echar raíces en el movimiento, lo que en ningún caso significaba abandonar la propaganda de las ideas de fondo y vincular las reivindicaciones parciales y económicas a la lucha contra el régimen. Gracias a esta táctica audaz la influencia del marxismo creció considerablemente entre la clase obrera rusa.

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