“¿De verdad crees que voy a apoyar el desarrollo de un combustible fabricado por otros y que puede llegar a representar el 10% de mi negocio? ¡Ni que me hubiera vuelto loco!”. Esta fue la reacción de Alfonso Cortina, anterior presidente de Repsol, al“¿De verdad crees que voy a apoyar el desarrollo de un combustible fabricado por otros y que puede llegar a representar el 10% de mi negocio? ¡Ni que me hubiera vuelto loco!”. Esta fue la reacción de Alfonso Cortina, anterior presidente de Repsol, al ser preguntado por la recomendación de la UE de diversificar la producción energética ante una previsible crisis en este sector (La Vanguardia, 21/5/06).

Efectivamente, con el petróleo no se juega. Esta materia prima estratégica refleja, en torno a su extracción, distribución y comercialización, todas las tensiones a las que está sometido el sistema.

Terrorífica llega a ser la lucha encarnizada por controlar sus multimillonarios beneficios, adoptando muchas veces la forma de brutales guerras y agrios enfrentamientos interimperialistas por el dominio de las áreas de extracción. Las fluctuaciones en su precio, debido a su trascendencia en el sistema productivo, pueden convertirlo en el detonante de recesiones. La riqueza que concentra a su alrededor puede transformarlo, además, en una de las banderas levantadas en la lucha contra la opresión imperialista.

Controlar una buena cuota de producción petrolífera es controlar un inmenso mercado sediento de tu mercancía: en el mundo se consumen más de 85 millones de barriles diarios equivalentes a 6.400 millones de dólares al día. El transporte, elemento decisivo en el funcionamiento de la economía, sin el cual es impensable el traslado de mercancías y mano de obra, obtiene del petróleo el 90% de la energía total consumida. El funcionamiento de gran parte de las fábricas, la fabricación de plásticos y componentes de un sin fin de mercancías dependen también de él. Pero, ¿por qué a partir de 2002 el precio se empieza a disparar llegando a multiplicarse por tres? Se trata de una combinación de varios factores.

El fiasco de la sangrienta aventura en Iraq, indiscutiblemente ha contribuido a encarecer la factura. Una cruel guerra imperialista que contaba entre sus objetivos fundamentales petróleo seguro y barato, ha conseguido precisamente lo contrario. Al hecho de que se produzca la mitad de los niveles previos a la guerra, tenemos que sumar la tremenda inestabilidad que no se detiene en las fronteras iraquíes y se extiende a Irán y todo Oriente Medio, región que alberga a parte de los más grandes productores del mundo. La inestabilidad política en América Latina, denunciada por algunos como un negativo resurgir del populismo —y que los marxistas calificamos de revolución—, afecta a importantes productores como Venezuela o México, alimentando aún más la incertidumbre sobre los suministros.

El aumento de la demanda es otro de los factores que podemos calificar como decisivos, siendo China todo un paradigma. Este país —que entre 1970 y 1980 exportaba y que hasta principios de los noventa se autoabastecía— no sólo se ha convertido en un país importador, sino en el segundo consumidor mundial, detrás únicamente, de EEUU. Comprando en el mercado mundial el 32% de su consumo diario (de 6,5 millones de barriles) hace aumentar espectacularmente la demanda.

Barril a más de 70 dólares: mientras unos lloran,

otros ríen

Los creadores de opinión burgueses, desde los medios de comunicación de masas, intentan explicarnos el porqué de esta escalada de precios de forma sesgada e interesada. Nos hablan de escasez, aumento de la demanda e inestabilidad social y política, a la vez que nos amenazan con la recesión que ello puede desencadenar. Nos dicen incluso que la nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia encarecerá nuevamente el precio de la energía. Sin embargo, siempre olvidan explicarnos quiénes aumentan el desequilibrado y poco ecológico crecimiento chino, quién inició y financió la guerra de Iraq o por qué sobre la superficie que alberga las ricas bolsas de gas y petróleo boliviano vive una población que padece pobreza en un 80%. Pero, sobre todo, olvidan lo más importante, que hay quien se beneficia (y de qué manera) de esta situación. Mientras millones de trabajadores en todo el mundo vaciamos cada vez más nuestras carteras, cuando llenamos los depósitos de nuestros coches, la multinacional Shell obtiene un “chorro” de beneficios de 2,6 millones de dólares por hora. Este cuadro se puede completar con los 19.310 millones de dólares de la British Petroleum, los 36.000 en utilidades corporativas de la Exxon Mobil o el incremento de un 29,2% y un 48%, en el último ejercicio, de las españolas Repsol YPF y CEPSA, respectivamente.

Indudablemente, la subida del precio del barril tiene importantes repercusiones en el conjunto de la economía. Parece evidente que un bajo precio de las materias primas ayuda al sostenimiento del crecimiento al reducir los costes de producción de los capitalistas y, el de una como el petróleo, aún más. El mismo razonamiento a la inversa también es válido. Por ello, últimamente hay un especial interés en la crisis del 73, acontecimiento en el que el precio del llamado oro negro jugó un importante papel. Pero ni en la actualidad ni en lo que a los setenta se refiere podremos estar de acuerdo en que la crisis fue o será a causa del encarecimiento del petróleo. La profunda recesión de 1973/75 —que de hecho supuso el fin de la llamada edad de oro del capitalismo— lo que demostró ante todo, una vez más, fue que el capitalismo no puede superar el carácter anárquico de la producción que, más tarde o más temprano, desemboca en una crisis de sobreproducción.

La futura recesión a la luz de la crisis de 1973/75

De hecho, acontecimientos de importante trascendencia económica se produjeron tiempo antes del embargo de la OPEP que a finales de 1973 desencadenó la fuerte subida de precios del barril. Por un lado, Europa ya rozaba el crecimiento negativo en 1970 y Japón consiguió en 1971 una tasa del 6%, lo cual significó dividir por dos la anterior. Y, lo realmente significativo, fue la suspensión en diciembre de 1971 por parte de Nixon de la convertibilidad del dólar en oro y la consiguiente devaluación de la moneda estadounidense en un 10%. Así, casi dos años antes del estallido de los precios del petróleo, el sistema empieza a mostrar síntomas de agotamiento económico. El poderoso capitalismo norteamericano prolongó la coyuntura económica favorable gastando un dinero que no tenía gracias a la impresión de papel moneda. Financiaron el déficit provocado por el elevado gasto militar de la guerra de Vietnam —aproximadamente un 12% del PIB— “dando a la maquinita de hacer dinero”. Esta situación financiera provocó dudas acerca de la auténtica fortaleza de un dólar que no estaba totalmente respaldado por la riqueza real, e inició una importante fuga de capitales en EEUU. Incluso ya en el segundo trimestre de 1973, meses antes del embargo petrolero, se inicia la ralentización del crecimiento del PIB estadounidense. Así, el encarecimiento del petróleo no fue la causa de crisis, sino el catalizador que liberó las tensiones económicas provocadas por las tendencias a la sobreproducción y el crecimiento desbordado del capital ficticio.

La potencia del crecimiento económico de la posguerra fue innegable, pero tenía dos caras. Una cara de la moneda de este boom mundial sin precedentes fue el enorme desarrollo de las fuerzas productivas, la expansión del comercio mundial y un florecimiento espectacular de la innovación tecnológica aplicado a la producción. Los capitalistas encontraron nuevos campos en los que invertir sus capitales y obtener beneficios. Pero había otra cara. La profundidad y prolongación del boom se basaba también en la sustitución del viejo patrón de cambio (oro por el dólar), lo cual permitió a los diferentes Estados emitir papel moneda para financiar sus déficit y extender el crédito. Esto, si bien extendió en el tiempo el crecimiento económico, lo hizo a costa de crear una importante masa de capital ficticio, que inundó de inflación la economía mundial cuando la crisis estalló. La aparición de los primeros síntomas de sobreproducción, acompañados del encarecimiento de las materias primas que la demanda y las tensiones políticas estaban provocando, desembocaron en un brutal ajuste. La subida del precio del petróleo ayudó a que las debilidades acumuladas durante años emergieran con virulencia.

En la actualidad no hay analista económico que se precie que no contemple en sus predicciones los efectos de la subida del petróleo. El FMI calcula por cada 10 dólares que aumenta el barril de crudo, el crecimiento mundial se reduce al año siguiente 0,3 puntos porcentuales. Nuevamente, debemos insistir en que la próxima recesión no será responsabilidad del petróleo. Su elevado precio desde luego que influirá, aumentando los costes de producción y transporte de las mercancías, elevando sensiblemente el déficit comercial de los países importadores. Pero, en última instancia, la causa de la recesión —de la que puede ser detonante el precio del crudo o el estallido de la burbuja inmobiliaria, también una rápida subida de tipos de interés o, lo más probable, varios factores a la vez— será la imposibilidad de que el sistema capitalista crezca indefinidamente, la inevitabilidad de las crisis mientras existan la propiedad privada de los medios de producción. Lo que inspira tanto pánico a los capitalistas y sus portavoces respecto a la futura recesión, al margen de cuál sea su catalizador, es la costosa factura a pagar por los enormes desajustes que esta última década y media han causado en la economía. Se preguntan qué pasará con el endeudamiento récord de países y familias, conscientes de que el consumo no se ha basado en un aumento del poder adquisitivo de la clase obrera sino en la extensión del crédito. Sospechan que la enorme masa —gigantesca en comparación con los setenta— de capital ficticio y especulativo se traduzca, con la recesión, en inflación y una contracción prolongada del consumo. Temen que el desempleo, que está siendo muy elevado durante el boom, se multiplique en un contexto de crisis, cuando los síntomas de sobreproducción que ya reflejan sectores como el automóvil se profundicen y extiendan a más ramas de la producción. De todo ello no tendrá la culpa el precio del petróleo, sino el carácter senil del capitalismo del siglo XXI.

Pero, sobre todo, se preguntan cómo reaccionará la clase obrera, a la que después de un crecimiento caracterizado por la sobreexplotación, la reducción salarial y la prolongación de la jornada laboral, le exigirán un ajuste aún más drástico del cinturón.

De hecho, el factor de la lucha de clases vinculado al precio del petróleo es ya un quebradero de cabeza para los capitalistas y sus gobernantes. La actitud de la clase obrera y las masas desposeídas, que en sí misma no es un factor económico, aunque en última instancia está determinada por la economía, está teniendo enorme trascendencia.

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