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En los buenos viejos tiempos, cuando alguien se refería a la crisis del marxismo tenía en mente alguna propuesta concreta de Marx que supuestamente no habría superado la prueba de la práctica, como la teoría de la agudización de la lucha de clases, la llamada “teoría del empobrecimiento” o la del “colapso catastrófico” del capitalismo. Estos tres aspectos principales fueron la diana de las críticas burguesas y reformistas. Actualmente es simplemente imposible enzarzarse en una controversia sobre estos temas. ¿Quién intentará demostrar que las contradicciones sociales no se están agudizando, sino suavizando? En Estados Unidos, el señor Ickes, secretario de Interior, y otros altos cargos están obligados a hablar abiertamente en sus discursos acerca del hecho de que las sesenta familias controlan la vida económica del país.  Por otra parte, el número de desempleados oscila entre los diez millones de los años de “prosperidad” y los veinte millones de los años de crisis. Ahora se demuestra que esas líneas de El capital en que Marx habla de la polarización de la sociedad capitalista, de la acumulación de riqueza en un polo y de pobreza en el otro, que han sido tachadas de “demagógicas”, son una mera descripción de la realidad.

La vieja concepción liberal-democrática de un crecimiento gradual y universal de la prosperidad, la cultura, la paz y la libertad ha naufragado de forma decisiva e irreparable. Y este naufragio también ha llevado a la bancarrota a la concepción social-reformista, que en esencia sólo es una adaptación de las ideas del liberalismo a las presentes condiciones de la clase obrera. Todas estas teorías y métodos tienen sus raíces en la época del capitalismo industrial, la época del libre comercio y de la libre competencia, es decir, en el pasado, en un tiempo en que el capitalismo todavía era un sistema relativamente progresista. Hoy el capitalismo es reaccionario. No tiene cura. Hay que acabar con él.

Apenas queda nadie tan burro que se crea seriamente —tampoco los Blum lo creen; mienten— que la monstruosa agudización de las contradicciones sociales puede ser superada mediante medidas legislativas parlamentarías. Se ha demostrado que Marx tenía razón en todos los elementos de su análisis —¡sí, en todos! —, incluidos sus pronósticos “catastróficos”. ¿En qué consiste entonces la crisis del marxismo? Los críticos de nuestros días ni siquiera se molestan en formular ordenadamente la cuestión.

En los anales de la historia quedará registrado que, antes de hundirse en la tumba, el capitalismo hizo un tremendo esfuerzo de autopreservación durante un prolongado período histórico. La burguesía no quiere morir. Ha transformado toda la energía heredada del pasado en una violenta convulsión reaccionaria. Este es precisamente el período por el que estamos pasando.

La fuerza no sólo conquista sino que, a su manera, “convence”. La llegada de la reacción no sólo destruye físicamente a los partidos, sino que también descompone moralmente a la gente. Muchos caballeros radicales están preocupados. Traducen su miedo a la reacción al lenguaje de la crítica universal e irrelevante: “¡Las viejas teorías y métodos no funcionan!... Marx estaba equivocado... Lenin no fue capaz de prever...”. Algunos incluso van más lejos: “El método revolucionario se ha demostrado fallido... La Revolución de Octubre condujo a la más violenta dictadura de la burocracia”. Pero la Gran Revolución Francesa también acabó con la restauración de la monarquía. Hablando en general, el universo está mal hecho: la juventud conduce a la vejez, el nacimiento conduce a la muerte, “todo lo que nace merece perecer”.

Estos caballeros olvidan con notable facilidad que el hombre ha ido abriéndose camino sin ninguna guía desde la condición de semisimio hasta una sociedad armoniosa; que la tarea es difícil, que a cada paso o dos pasos adelante le siguen medio, uno y a veces incluso dos pasos atrás. Olvidan que la senda está sembrada de los mayores obstáculos y que nadie inventó ni pudo haber inventado un método secreto que asegure un ininterrumpido ascenso en la escalera de la historia. Triste es decirlo, los señores racionalistas no fueron consultados cuando el hombre se encontraba en su proceso de creación y cuando las condiciones del desarrollo humano estaban tomando forma por primera vez. Pero hablando en general, esta cuestión ya no tiene arreglo.

Por el bien del debate, concedamos que toda la historia revolucionaria previa y, si ustedes quieren, toda la historia en general no es sino una cadena de errores. Pero ¿qué hacer con la realidad actual? ¿Qué pasa con el colosal ejército de desempleados permanentes, con los campesinos empobrecidos, con el declive general de la economía, con la guerra que se aproxima? Los sabihondos escépticos nos prometen que, en algún momento futuro, catalogarán todas las mondas de plátano en que resbalaron los grandes movimientos revolucionarios del pasado. Pero ¿nos dirán estos caballeros qué hacer aquí y ahora?

Esperaríamos en vano por una respuesta. Los aterrorizados racionalistas se están desarmando a sí mismos ante la reacción, renunciando al pensamiento social científico, rindiendo no sólo las posiciones materiales, sino también las morales, y privándose de reclamar venganza revolucionaria en el futuro. Sin embargo, las condiciones que han preparado la actual ola de reacción son extremadamente inestables, contradictorias y efímeras, y preparan el terreno para una nueva ofensiva del proletariado. La dirección de tal ofensiva pertenecerá justamente a aquellos a quienes los racionalistas llaman dogmáticos y sectarios. Porque los “dogmáticos” y “sectarios” se niegan a renunciar al método científico porque nadie, absolutamente nadie, ha propuesto nada superior para reemplazarlo.

7 de marzo de 1939


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