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Una visión marxista de la guerra aérea aliada contra las ciudades alemanas entre 1942-1945

Publicamos a continuación un extenso artículo de Daniel Kehl, militante en Hamburgo del grupo marxista alemán Offensiv, organización que forma parte de Izquierda Revolucionaria Internacional, sobre la campaña de bombardeos de los aliados occidentales contra ciudades alemanas, un episodio  poco conocido. Sus efectos devastadores para la población civil  y sus verdaderos objetivos son dificiles de descifrar si nos limitamos a estudiar la historiaografía oficial. Con este texto pretendemos aportar luz sobre uno de los hechos más oscuros de la Segunda Guerra Mundial.

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Hace unas semanas se conmemoró el octogésimo aniversario de la "Operación Gomorra" llevada a cabo por británicos y estadounidenses: la destrucción de grandes zonas de Hamburgo mediante bombardeos aéreos con bombas incendiarias durante varios días, y que desataron devastadoras tormentas de fuego causando más de 30.000 civiles muertos en julio y agosto de 1943. Esta campaña de bombardeos se considera uno de los puntos culminantes de la guerra aérea de los Aliados occidentales contra las principales ciudades alemanas en la Segunda Guerra Mundial, que se desarrolló de forma sistemática a partir de 1942, devastando decenas de centros urbanos, muchos sin ningún tipo de infraestructura u objetivo militar, y que costó la vida a varios cientos de miles de personas.

Neonazis y elementos fascistas de todo tipo abusan regularmente de este tipo de aniversarios para difundir sus mentiras reaccionarias sobre el "terror del bombardeo aliado" y desviar así la atención de los crímenes del régimen nazi. Fue este régimen fascista el que inició la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, y luego cubrió toda Europa de miseria y asesinatos en masa para imponer despiadadamente los intereses del imperialismo alemán. La extrema derecha guarda silencio sobre este terror fascista.

Por otro lado, hay fuerzas "de izquierdas" que no sólo se oponen a esa propaganda de los neonazis (lo cual es correcto), sino que defienden activamente los bombardeos aliados a partir de 1942 como una medida supuestamente antifascista y subrayan esta opinión con eslóganes cínicos como "¡Bomber Harris, hazlo otra vez!".

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Los ataques aéreos angloamericanos no fueron actos heroicos antifascistas. No destruyeron seriamente el potencial industrial de Alemania y es dudoso que ese fuera su objetivo principal. Los comunistas revolucionarios hoy seguimos denunciándolos. 

La verdad es que los ataques aéreos angloamericanos no fueron, por supuesto, actos heroicos antifascistas. Al contrario. Fueron una expresión criminal de la guerra y, además, resultaron en gran medida inútiles desde el punto de vista de una lucha eficaz contra el fascismo. No mermaron de manera decisiva la capacidad de actuación militar de la Wehrmacht nazi, ni destruyeron seriamente el potencial industrial de Alemania. Además, es dudoso que ese fuera alguna vez su objetivo principal, como demostraremos a continuación. Por ello, los comunistas internacionalistas y revolucionarios se opusieron durante la guerra a estos bombardeos, y por eso nosotros hoy seguimos rechazándolos y denunciándolos. 

La Segunda Guerra Mundial: Una guerra imperialista por el reparto del mundo

Un punto de partida necesario para abordar los bombardeos aliados es la cuestión de qué caracteriza a la Segunda Guerra Mundial en su conjunto. Contrariamente a lo que aprendemos en la escuela hasta el día de hoy, esta guerra no fue simplemente una batalla entre "democracia" y fascismo, sino un conflicto imperialista global librado por las naciones capitalistas más poderosas por el reparto del mundo, y en la que se vio implicada la URSS, un Estado obrero nacido de la revolución socialista de octubre de 1917, pero que en el momento en que estalló el conflicto adolecía de graves deformaciones burocráticas y totalitarias bajo el régimen estalinistas.

La causa fundamental de este baño de sangre a partir de 1939 fue la competencia imperialista entre los Estados nacionales burgueses, que continuó sin cesar tras el final de la Primera Guerra Mundial. El revolucionario ruso León Trotsky escribió en mayo de 1940: "La guerra actual, la segunda guerra imperialista, no es un accidente; no es el resultado de la voluntad de tal o cual dictador. Fue predicha hace mucho tiempo. Deriva inexorablemente de las contradicciones de los intereses capitalistas internacionales".

Estas contradicciones se manifestaron, por ejemplo, en el tratado de Versalles de 1919 dictado por las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, que gravó a la burguesía alemana -la banca y la patronal alemana- con cuantiosos pagos por reparaciones de guerra y la excluyó de importantes mercados, perdiendo sus colonias, materias primas y el acceso a mano de obra barata. Un nuevo reparto del mundo a expensas de Gran Bretaña y Francia, tras el fracaso de 1914-18, seguía estando en la agenda de la clase dominante alemana. No es casualidad que más tarde -inmediatamente después de los éxitos bélicos alemanes del verano de 1940- una de las primeras medidas tomadas por grandes corporaciones como IG Farben o Carl Zeiss Jena fuera elaborar planes detallados para la "reorganización de la economía europea" en su propio interés. La colisión de potencias emergentes como la Italia fascista o el Imperio japonés en Asia Oriental con las potencias coloniales tradicionales y el ascenso de Estados Unidos como potencia mundial por esferas de influencia en los territorios coloniales agravaron el potencial de un conflicto.

Todas las burguesías dominantes se enfrentaban a su vez a un poderoso enemigo interno: el movimiento obrero revolucionario, que había hecho intentos de tomar el poder en varios países europeos tras el final de la Primera Guerra Mundial. Fruto de este miedo, las burguesías de las potencias capitalistas vieron con buenos ojos que la burguesía alemana se deshiciera de este peligro en 1933 transfiriendo el poder a los nazis y aplastando al movimiento obrero alemán, el más organizado y poderoso de Europa. Las clases capitalistas dominantes de Gran Bretaña o Francia no estaban en absoluto por la "defensa de la democracia", ni se planteaban luchar o enemistarse contra la Alemania de Hitler en aquel momento. Al contrario, muchas de ellas expresaron una simpatía indisimulada por el fascismo y cooperaron abiertamente con el régimen nazi. Ignoraron el rearme alemán o la remilitarización de Renania, por ejemplo, y Gran Bretaña incluso firmó un acuerdo naval conjunto con Alemania en 1935.

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"La guerra actual, la segunda guerra imperialista, no es un accidente; no es el resultado de la voluntad de tal o cual dictador. Deriva inexorablemente de las contradicciones de los intereses capitalistas internacionales". León Trotsky, mayo de 1940. 

A este enemigo común interno se unió un enemigo común externo: la Unión Soviética. El Estado soviético había surgido de una revolución proletaria victoriosa en 1917, que había expropiado a los grandes terratenientes y capitalistas, nacionalizado los medios de producción y establecido una economía planificada. Independientemente del posterior proceso de burocratización bajo Stalin, su carácter de clase como un Estado obrero deformado convirtió a la Unión Soviética en enemiga acérrima de todos los Estados burgueses. A pesar de la competencia entre ellos, les unía el miedo común a la revolución proletaria, a la extensión de las relaciones de propiedad existentes en la URSS, sin propiedad capitalista, a otras partes del mundo y a los levantamientos anticoloniales en sus colonias o áreas de influencia, apoyados por la URSS.

Las contradicciones de los aliados. Guerra imperialista y revolución proletaria

La Segunda Guerra Mundial comenzó en septiembre de 1939 con la invasión alemana de Polonia y la entrada de Gran Bretaña y Francia en guerra contra la Alemania nazi. En el verano de 1941, la Wehrmacht fascista había invadido grandes partes de Europa occidental, septentrional y sudoriental, asegurado su flanco oriental por el pacto de Stalin con Hitler de agosto de 1939, que fue desastroso para la URSS y el movimiento obrero comunista internacional, férreamente controlado por la burocracia soviética.

Las condiciones de la guerra cambiaron fundamentalmente cuando los nazis y sus aliados fascistas invadieron también la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Ahora que un Estado obrero deformado libraba una lucha defensiva contra una fuerza invasora anticomunista, emergieron dilemas fundamentales para los anteriores oponentes de Alemania. Por un lado, estas potencias capitalistas (Gran Bretaña, EE.UU., etc…) llevaban más de dos décadas, desde 1917, esperando la oportunidad para acabar militarmente con el primer Estado obrero del mundo y restaurar el capitalismo (sus fuerzas expedicionarias no lo habían conseguido en la Guerra Civil rusa en 1918-1921). Por otro lado, se encontraban en una guerra imperialista a muerte contra los invasores de la Unión Soviética, contra Alemania.

Aunque finalmente se formó una "coalición anti-Hitler" entre los Estados burgueses de Gran Bretaña y EEUU y la URSS, la decisión de esta alianza defensiva no estuvo en absoluto exenta de controversia entre las clases dominantes de las potencias occidentales. Dos días después de la invasión alemana de la URSS, por ejemplo, Harry Truman, entonces senador estadounidense, comentó en "The New York Times": "Si vemos que Alemania está ganando deberíamos ayudar a Rusia y si Rusia está ganando deberíamos ayudar a Alemania, y así dejar que maten a tantos como sea posible".

Para las potencias occidentales, en el marco de la "coalición antihitleriana", una cuestión seguía siendo crucial: cómo derrotar a la Alemania nazi pero, al mismo tiempo, proteger la propiedad privada y la economía de mercado de posibles levantamientos obreros revolucionarios, ya fuera como consecuencia de la expansión de la esfera de influencia soviética, fruto de la liberación llevada a cabo por el Ejército Rojo, o mediante revoluciones proletarias, como ocurrió al final de la guerra, tanto en Europa Central  como en Europa Occidental. Ya en marzo de 1943, por ejemplo, Harry Hopkins, el asesor más cercano al presidente estadounidense Roosevelt, sugirió que "Alemania se hará comunista" si los aliados occidentales no actuaban con rapidez y decisión, y que algo similar podría ocurrir en otros países europeos como Italia o Francia, a menos que las tropas británicas y estadounidenses estuvieran presentes antes que las soviéticas.

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Para las potencias occidentales una cuestión seguía siendo crucial: cómo derrotar a la Alemania nazi pero, al mismo tiempo, proteger la propiedad privada y la economía de mercado de posibles levantamientos obreros revolucionarios. 

La campaña de bombardeos y la cuestión de un segundo frente

La decisión de lanzar una campaña sistemática de bombardeos contra la población civil alemana también encaja con estas consideraciones por parte de los aliados occidentales. Esta se tomó en febrero de 1942: En la "Directiva de Bombardeo de Área" del Ministerio del Aire británico, se ordenó al mando de bombarderos de la Royal Air Force (RAF) que realizara misiones dirigidas explícitamente contra "la moral de la población civil enemiga y en particular, de los trabajadores industriales". El jefe del Estado Mayor Aéreo de la RAF, Charles Portal, especificó poco después que "los puntos de mira serán las zonas edificadas y no, por ejemplo, los astilleros o las fábricas de aviones". El objetivo no era la industria alemana, sino las zonas residenciales de la clase obrera industrial.

El método de bombardeo de área sobre objetivos civiles no era nuevo. Los nazis ya lo habían probado en 1937 en la Guerra Civil española con el infame bombardeo de Guernica y luego lo llevaron a la triste perfección en mayo de 1940 contra Rotterdam y en noviembre del mismo año contra la ciudad inglesa de Coventry. Sin embargo, algo nuevo fue su uso masivo por parte de los británicos, cuyas incursiones aéreas antes de 1942 habían consistido principalmente en ataques precisos contra objetivos militares como fábricas de armamento, ferrocarriles, astilleros o acorazados. ¿A qué se debió esta reorientación?

Prácticamente desde el primer día de la invasión alemana de la URSS, Stalin había estado presionando a las potencias occidentales para que abrieran un segundo frente en Occidente que aliviará al Ejército Rojo en su lucha contra los nazis. Para Gran Bretaña y Estados Unidos, el bombardeo de áreas a gran escala era una buena oportunidad para "retrasar agresivamente" dicha invasión en el frente occidental sin demostrar una completa inacción militar. Además de la preocupación por sus propias capacidades militares, el factor decisivo de esta táctica dilatoria fue sin duda que un vuelco demasiado rápido de la guerra en favor de la Unión Soviética en el Este, con bombardeos precisos a la industria e infraestructura militar alemana mermando sus capacidades de batalla y resistencia, o levantamientos revolucionarios de la clase obrera, con una invasión enérgica de Francia que los acelerará, no redundaban en el interés inmediato de los Aliados occidentales. Necesitaban tiempo para enfrentar tanto a la URSS como a la revolución.

"Guerra en las chozas, paz en los palacios"

Llama la atención la unilateralidad con la que los bombardeos aliados occidentales se dirigieron contra objetivos civiles, como los centros históricos de las ciudades alemanas, densamente poblados. En cambio, objetivos importantes para el esfuerzo bélico como plantas industriales, centrales eléctricas o búnkeres de submarinos apenas fueron atacados. En 1942/43, por ejemplo, los objetivos de este tipo nunca supusieron más del 20% de la carga total de bombardeo lanzada - en todos los trimestres excepto el cuarto de 1943, en el que la cifra fue tan solo del 10% o menos. Incluso en 1944/45, el bombardeo de áreas fue prioritario sobre los ataques a objetivos militares e industriales. La RAF también seleccionó descaradamente objetivos basándose en su susceptibilidad al fuego más que en su relevancia militar para la capacidad de guerra alemana, lo que condujo a bombardeos masivos con bombas incendiarias principalmente en el centro de las ciudades.

Se pueden encontrar ejemplos de esta estrategia una y otra vez. Durante su campaña de bombardeos contra Berlín entre noviembre de 1943 y marzo de 1944, la RAF, por ejemplo, llevó a cabo un total de 16 incursiones nocturnas a gran escala contra la capital del Reich, que convirtieron en ruinas grandes partes del centro de la ciudad con sus barrios residenciales, pero también algunas fábricas. Llama la atención que las dos importantes centrales eléctricas, West y Klingenberg, responsables del 60% del suministro eléctrico de Berlín y, por tanto, vitales para la supervivencia de la industria local, fueran "olvidadas" en esos ataques, a pesar de que su bombardeo selectivo estaba siendo explícitamente considerado por la RAF ya en 1940/41. Los objetivos críticos para la guerra fueron dejados de lado, al igual que los lujosos barrios burgueses de los alrededores, mientras que las zonas densamente pobladas del centro de la ciudad, la mayoría de barrios obreros, fueron bombardeadas hasta quedar irreconocibles.

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Los objetivos críticos para la guerra y los lujosos barrios burgueses de los alrededores fueron dejados de lado, mientras que las zonas densamente pobladas del centro de la ciudad, la mayoría de barrios obreros, fueron bombardeadas hasta quedar irreconocibles. 

El arquitecto judío Julius Posener, que huyó de Alemania en 1935 para escapar de los nazis, relató lo siguiente tras el final de la guerra:

"Mucha gente me habló de la magnitud de la destrucción, y por eso cuando llegué a Alemania, tras los informes de los ataques a gran escala contra sus ciudades, me preparé para mucho. Pero debo confesar que mis expectativas se vieron superadas por la magnitud de la destrucción...

En los suburbios (de Colonia) se ve un poco mejor; pero incluso en la ciudad jardín de Marienburg una de cada tres casas está en ruinas, solo que allí las ruinas están en el verde. Pero si vas al cinturón de fábricas, sobre todo al este del Rin, a las afueras de Mühlheim, encontrarás muchas naves modernas de ladrillo intactas y en funcionamiento.

En el Ruhr hice la misma experiencia: las viviendas de los obreros están destruidas, los suburbios están en general en pie, y algunas villas siguen ocupadas por sus antiguos habitantes... Las fábricas, sin embargo, las minas y los altos hornos están en funcionamiento, salvo algunos casos especiales como la Krupp en Essen... Tras la capitulación se comprobó que el 20% del potencial industrial había sido destruido. Eso es mucho, pero en el caso de las viviendas, el 80% por ciento estaba dañado y dos tercios destruidos o casi destruidos.

Nunca he visto una destrucción así que pudiera resumirse tan justificadamente con el siguiente lema: Guerra en las chozas, paz en los palacios. Uno está tentado de ver una intención detrás de esto...".

Una estrategia criminal muy calculada para ralentizar la derrota de Hitler

No cabe duda de que tal intención existía. Como ya hemos explicado, la estrategia bélica de los aliados occidentales tuvo en todo momento como su objetivo más importante limitar la esfera de poder soviética en Europa y frenar las aspiraciones revolucionarias de la clase obrera, especialmente en Alemania. La lucha contra el inminente "peligro rojo" siguió siendo siempre la máxima prioridad para las clases dominantes de Gran Bretaña y Estados Unidos. De ahí, por ejemplo, su voluntaria cooperación con los viejos nazis después de 1945 para crear servicios secretos y convertir a Alemania Occidental en un Estado de primera línea en la lucha contra el "comunismo" en el Este. Ninguna clase burguesa de ninguna nación tenía entonces interés en una verdadera “desnazificación”. Algo que no ha tenido lugar hasta el día de hoy.

La estrategia de bombardear a la población civil alemana también debe considerarse en este contexto. Las burguesías británica y estadounidense utilizaron deliberadamente la guerra contra los barrios obreros de las principales ciudades alemanas (a menudo con una influencia comunista históricamente alta) para "desmoralizar" a la clase obrera alemana y debilitar así su potencial revolucionario. Sus cálculos políticos llegaron tan lejos que, en ocasiones, parece que se perdonó deliberadamente la vida a instalaciones industriales vitales para el esfuerzo bélico cuando se temía que su destrucción demasiado rápida pudiera favorecer el avance soviético en el Este. El exministro de armamento nazi Albert Speer, por ejemplo, desde el banquillo de los acusados en los juicios de Núremberg, comentó las llamativas pausas en los ataques aéreos estadounidenses contra la industria alemana de hidrocarburos en otoño de 1944:

"Teníamos la impresión [...] de que estaban ralentizando el ritmo de la destrucción en nuestro país de tal manera que su invasión y sus planes de ataque fueran paralelos. Es decir, que nuestro poder de resistencia en el Este se mantuviera hasta que ellos hubieran alcanzado sus objetivos en el Oeste. Para nosotros era la única explicación, porque sabíamos que disponían de los medios para hacerlo y que también contaban con expertos económicos que conocían al detalle todos los problemas. [...] Supuse que también era valioso para ellos que los rusos, en caso de un colapso repentino por nuestra parte, no pudieran avanzar con sus ejércitos de tanques hasta la [...] extraordinariamente importante zona del Rin".

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Las burguesías británica y estadounidense utilizaron la guerra contra los barrios obreros de las principales ciudades alemanas para "desmoralizar" a la clase obrera alemana y debilitar así su potencial revolucionario. 

Speer no fue el único en expresarse de este modo. Incluso el Alto Mando de la Wehrmacht (OKW) hizo saber ocasionalmente en sus informes internos que estaba asombrado de que ciertas instalaciones industriales, como las plantas de hidrogenación para la producción de combustible sintético para la Luftwaffe, no fueran atacadas por los aliados occidentales durante mucho tiempo, aunque la importancia y la ubicación de estos objetos debían de serles conocidas.

Sin duda, también influyeron los intereses económicos del capital estadounidense y británico en disponer de plantas industriales prácticamente intactas en una Alemania que pronto sería ocupada por ellos. Sin embargo, la estrategia de bombardeo de los Aliados occidentales a partir de 1942 difícilmente podía tener como objetivo una guerra de máxima eficacia que condujera a la derrota más rápida y completa de la Alemania nazi en todos los frentes.

La "culpa colectiva" alemana: Un mito para proteger a la clase dirigente

Así pues, si la guerra de bombardeos de los aliados occidentales, con su enfoque unilateral sobre la población civil y su consiguiente ineficacia, no contribuyó militarmente de forma decisiva a la rápida derrota del régimen nazi, ¿no podría al menos entenderse como una especie de "justo castigo" contra la población alemana, que después de todo había elegido a Hitler y supuestamente apoyaba con entusiasmo al régimen nazi? Ideas de este tipo se conocen como la tesis de la "culpa colectiva" y son utilizadas en parte incluso por organizaciones de la izquierda política.

Los principales responsables del ascenso de los nazis fueron la burguesía alemana y el sistema capitalista. Importantes jefes de bancos y empresas habían apoyado a los nazis con grandes donaciones incluso antes de 1933, debido a sus intenciones reaccionarias y anticomunistas. De ningún modo "todos los alemanes" apoyaban a Hitler: ya en las elecciones al Reichstag de noviembre de 1932, los dos partidos obreros SPD y KPD obtuvieron juntos el 37% de los votos, mientras que el partido nazi solo consiguió el 33%. Entre los obreros industriales, tanto del SPD como del KPD, los trabajadores católicos e incluso sectores de la intelectualidad, los fascistas no consiguieron penetrar. Su base de apoyo estaba entre las clases medias pequeñoburguesas, el campesinado, el lumpemproletariado, que creció al calor de la crisis capitalista desatada en 1929, y sectores de la gran burguesía.

Tras la instauración definitiva del régimen de Hitler en la primavera de 1933, solo pudo mantenerse en el poder porque desató una auténtica guerra civil unilateral de terror abierto contra la clase obrera y sus organizaciones políticas, ilegalizándolas y erradicándolas físicamente. Entre 1933 y 1939 hasta 600.000 personas fueron encarceladas en Alemania por motivos políticos, y en la primavera de 1943 había unos 200.000 presos políticos alemanes en campos de concentración. Decenas de miles de socialdemócratas y comunistas fueron asesinados por los nazis. Incluso cuando la resistencia política ilegal era casi imposible durante los años de guerra, las oficinas de las SS informaban de vez en cuando de disturbios obreros en las grandes fábricas por motivos económicos.

Obviamente los nazis pudieron imponerse y aplastar a la clase obrera, fruto de la parálisis de la misma por el nefasto papel de sus direcciones, tanto del SPD como del KPD, incapaces de plantar cara a Hitler con una política revolucionaria de frente único. El propio SPD confiaba en poder enfrentar a los nazis a través del propio aparato del Estado, de la democracia burguesa de la República de Weimar, del archirreaccionario junker Hindemburg, presidente de la República que finalmente nombró a Hitler canciller. Este aparato del Estado no solo no defendió la democracia burguesa, sino que se puso plenamente y casi en su totalidad al servicio de Hitler. 

La tesis de la "culpa colectiva" eximía a la burguesía y sus intereses capitalistas, así como al aparato del Estado (policías, militares, jueces…), de la responsabilidad por la cruel dictadura fascista y, en su lugar, hacía recaer esta responsabilidad en las amplias masas de la población. De este modo, se podía encubrir a los verdaderos criminales y relegar al olvido histórico la heroica resistencia antifascista del proletariado, que había pagado un alto precio en sangre. Esto beneficiaba tanto a la derrotada burguesía alemana como a las clases dominantes de Gran Bretaña y Estados Unidos.

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El régimen de Hitler desató, en la primavera de 1933, una auténtica guerra civil unilateral de terror abierto contra la clase obrera y sus organizaciones políticas, ilegalizándolas y erradicándolas físicamente. 

Los bombardeos de los barrios obreros también podían justificarse de este modo. Unos bombardeos que no pudieron, por supuesto, contribuir a la caída del fascismo, porque no golpearon a los responsables del terror nazi: a los industriales profascistas como Thyssen, Kirdorf o Borsig en sus villas, sino a los trabajadores, predominantemente de izquierdas. Precisamente para cortar de raíz posibles desarrollos revolucionarios en la Alemania de posguerra, los bombardeos aéreos británicos y estadounidenses destruyeron precisamente aquellos ámbitos de la vida pública -los barrios obreros- en los que desde 1933 era más probable que surgieran redes de resistencia. Los efectos negativos de los bombardeos sobre el trabajo político ilegal sobre el terreno fueron denunciados repetidamente por los resistentes antifascistas tras el final de la guerra.

Los comunistas revolucionarios contra los criminales bombardeos angloamericanos

Es un gran mérito de las fuerzas del marxismo revolucionario auténtico -agrupadas en la IV Internacional durante la II Guerra Mundial- que casi en solitario mantuvieran entonces en alto la bandera del internacionalismo consecuente y condenaran los bombardeos aliados occidentales de ciudades alemanas como un crimen de guerra contra los trabajadores alemanes.

Estos comunistas revolucionarios no se hacían ilusiones en el supuesto "antifascismo" del imperialismo británico y estadounidense. A diferencia de las direcciones estalinistas de los Partidos Comunistas oficiales, no se subordinaron a la alianza de la política exterior de la URSS con el imperialismo y, por tanto, rechazaron tanto la participación en la propaganda chovinista y "antialemana" (como la consigna nacionalista "À chacun son Boche" ["Que cada uno mate a un alemán"] en la Resistencia francesa) como la justificación de los bombardeos de zona. En su lugar, confiaban en la revolución proletaria en Alemania y Europa como el método más eficaz para defender a la URSS y derrotar a Hitler.

Como parte de su trabajo ilegal en los países ocupados -por ejemplo, con el periódico "Arbeiter und Soldat" ("Obrero y Soldado") entre las tropas de la Wehrmacht en Francia- se posicionaron públicamente contra los bombardeos aliados de barrios obreros alemanes. El Secretariado Provisional Europeo de la IV Internacional, por ejemplo, proclamó en una resolución en diciembre de 1943:

"Los bombardeos de las ciudades alemanas se suceden con mayor rapidez e intensidad. Durante todo el invierno, miles y miles de trabajadores alemanes y extranjeros sufren las crueles consecuencias de la guerra aérea de los imperialistas. Ciudades enteras son aniquiladas en pocas horas. [...] [El imperialismo anglosajón] también está mezclando conscientemente a las clases trabajadoras de Alemania con la burguesía imperialista alemana y su herramienta política, el actual régimen de Hitler. [...] [Busca] con su acción de terror aéreo contra la población alemana y su propaganda racista 'antiboche' desmoralizar al proletariado alemán, quebrar la fe en el internacionalismo de la clase obrera y posicionar al proletariado extranjero contra sus hermanos de Alemania, romper la oleada revolucionaria [...]".

Los militantes de la IV Internacional defendieron posiciones de clase marxistas e internacionalistas cruciales con declaraciones como esta. Todavía hoy podemos aprender de su método.

Contra el fascismo, revolución socialista e internacionalismo proletario

El régimen nazi era un enemigo acérrimo del movimiento obrero internacional. Había que aplastarlo y derrotarlo militarmente, y superar su caldo de cultivo capitalista, para desterrar definitivamente el peligro fascista. Obreros y comunistas en la ilegalidad, partisanos antifascistas de toda Europa y el Ejército Rojo de la Unión Soviética libraron durante años una lucha a vida o muerte para alcanzar estos objetivos.

Gran Bretaña y EEUU también estaban interesados en una victoria militar sobre la Alemania nazi, pero principalmente para eliminar a un competidor imperialista, no para erradicar el fascismo de una vez por todas, para lo cual habría sido necesario eliminar su base objetiva, el sistema capitalista. Esto es precisamente lo que no querían las potencias imperialistas occidentales. Al contrario, para ellas el mantenimiento del capitalismo y evitar revoluciones socialistas en Alemania y Europa era lo fundamental. El régimen fascista nunca fue un problema decisivo para ellos, más allá der sus ambiciones imperialistas, sino incluso un medio para alcanzar un fin, evitar las revolución. Así lo demuestra su larga cooperación con la España de Franco y con muchas otras dictaduras sanguinarias durante la Guerra fría. Consecuentemente, su política militar reflejaba estos intereses.

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Para luchar consecuentemente contra el fascismo hay que hacerlo contra su base social: el sistema capitalista. Solo el establecimiento de un orden socialista mundial puede garantizar a la humanidad un futuro pacífico sin fascismo ni guerra. 

Los bombardeos británicos y estadounidenses sobre ciudades alemanas en la Segunda Guerra Mundial no estaban, por tanto, motivados por el antifascismo y su objetivo no era, obviamente, liberar a los trabajadores alemanes del régimen nazi lo antes posible. En lugar de eliminar sistemáticamente el potencial armamentístico de Alemania o promover levantamientos revolucionarios contra Hitler desde abajo, los bombardeos angloamericanos tuvieron como objetivo a la población civil, y especialmente a la clase trabajadora: en 61 ciudades alemanas con más de 100.000 habitantes, los bombardeos destruyeron unos 3,6 millones de casas, dejando sin hogar a 7,5 millones de habitantes y matando a más de 400.000 personas. Por supuesto, estas cifras no guardan relación con los crímenes cometidos por los nazis. Pero eso no cambia el hecho de que también son testimonio de una guerra imperialista que no buscaba la emancipación de los trabajadores, sino la salvaguarda del dominio capitalista contra ellos.

Además, bombardear a la población civil a una escala tan masiva tuvo un efecto delimitador. Se aplicó al mismo nivel en la guerra imperialista contra Japón, culminando con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, y se repitió sin ningún escrúpulo tanto en la guerra de Corea como de Vietnam.  

Quienes quieran luchar consecuentemente contra el fascismo no deben confiar en los Estados capitalistas, para cuyas burguesías el dominio fascista sigue siendo siempre una opción y cuya estrategia militar se corresponde con su carácter de clase, razón por la cual recurren a métodos criminales como el bombardeo indiscriminado y a gran escala de barrios obreros. Lo que se necesita, en cambio, es la lucha contra la base social del fascismo: el sistema económico y social capitalista. Solo la eliminación revolucionaria de este sistema mediante la conquista del poder por la clase obrera y el establecimiento de un orden socialista mundial puede garantizar a la humanidad un futuro pacífico sin fascismo ni guerra.


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