La lucha de los trabajadores del sector naval está siendo la primera prueba de fuego para el gobierno de Zapatero, constituido hace apenas seis meses. Más allá de las distintas salidas que pueda tener este primer enfrentamiento serio con el movimientLa lucha de los trabajadores del sector naval está siendo la primera prueba de fuego para el gobierno de Zapatero, constituido hace apenas seis meses. Más allá de las distintas salidas que pueda tener este primer enfrentamiento serio con el movimiento obrero es ya posible sacar algunas conclusiones. La masividad y contundencia con la que los trabajadores del sector naval se están movilizando, y la gran simpatía social con la que cuentan, están siendo hechos muy reveladores. En primer lugar indican que existe una percepción muy extendida del significado real de las reconversiones, de que no son una garantía de futuro sino la preparación de nuevos cierres y reducciones de plantilla. En ese sentido está claro que las amargas experiencias del pasado no pasan en vano y que la memoria del movimiento obrero es larga. En segundo lugar indican que la idea de que la única manera de cambiar las cosas es a través de la movilización y de la participación que se expresó muy claramente en el último periodo del gobierno del PP seguirá marcando, aunque no siempre con la misma intensidad, el ambiente entre los trabajadores y la juventud. Precisamente el hecho de que la derrota del PP haya sido producto de un intenso periodo de movilización es lo que hace que los trabajadores y los jóvenes se sientan mucho más legitimados para exigir al gobierno del PSOE una política que les favorezca.

El conflicto de astilleros pone de relieve que el gobierno va a estar sometido a enormes presiones desde un primer momento, tanto por parte de los trabajadores como por parte de la burguesía. Si Zapatero no rectifica y sigue optando por un enfrentamiento abierto con los trabajadores del sector naval hasta sus últimas consecuencias —con el objetivo de desbrozar así el camino para medidas similares en otros sectores como Renfe— el desgaste político será mucho más rápido que el sufrido por los gobiernos del PSOE entre 1982 y 1996. El gobierno de Zapatero no tiene el mismo margen de maniobra, ni económico, ni político.

El ejemplo alemán

Es muy significativo lo que está sucediendo con los diferentes gobiernos socialdemócratas en Europa, que han optado por una política de ataques al movimiento obrero.

En Alemania, el gobierno del Partido Socialdemócrata (SPD) encabezado por Schröder está aplicando medidas de choque contra los derechos laborales y sociales y se está enfrentando a una movilización creciente de los trabajadores. En el terreno electoral cosecha derrota tras derrota, muchas de ellas de calado histórico, como en las elecciones celebradas en los estados de Bradeburgo y Sajonia, en las que obtuvo el peor resultado desde la unificación. Dentro del partido las voces discordantes suenan cada vez más altas, con la amenaza de Lafontaine, ex presidente del partido, de provocar una escisión. La tensión con los sindicatos está en un punto crítico. Recientemente, el presidente de la Confederación Alemana de Sindicatos (DGB) apeló al gobierno a dar un giro en su política social. Aunque Michael Sommer se niega a centralizar las movilizaciones contra la reforma del seguro del paro (Hartz V) con el peregrino argumento de que las movilizaciones estaban encabezadas por “partidos de ultraizquierda, sectas que yo creía muertas en Alemania” tiene que reconocer que “la ira, la decepción y la indignación de la gente que sale a la calle está justificada” y argumentar que “la gente no consume porque algunos tienen mucho menos dinero que antes. Eso pasa en muchos sectores en los que la gente, para conservar su puesto de trabajo, hizo renuncias salariales. Otros tienen dinero, pero no consumen porque no saben qué le espera en el futuro” (El País, 16 de septiembre).

Todo está ocurriendo en el país con la economía más poderosa de Europa y la tercera del mundo, en la que se supone que la política de conciliación de intereses entre trabajadores y empresarios tiene más margen.

En Gran Bretaña, el Partido Laborista (PL) está cada vez más dividido, no sólo por la posición de Blair en relación a la guerra de Iraq sino por su política antisocial. Recientemente 250 dirigentes locales del Partido Laborista se han declarado en corriente y han lanzado la idea de unificar a escala nacional las diferentes luchas obreras que están estallando en el país. Blair ha tenido el mérito de llevar al PL a su nivel de militancia más bajo en 70 años.

Reformismo sin reformas

Es evidente que estas fracturas, aunque no han derivado en una corriente de oposición interna capaz de aglutinar a los trabajadores, indican que hay una crisis real en los partidos socialdemócratas y que tiene como telón de fondo la imposibilidad de hacer reformas sociales de calado sin poner en cuestión el mismo sistema capitalista. Esa fractura, de mayor o menor envergadura, es evidente incluso en los partidos que están en la oposición como es el caso de Italia, Portugal y Francia. En este último caso la división se centra en torno a la Constitución Europea. El secretario general del partido defiende el “sí” y el vicesecretario defiende el “no” haciéndose eco de una buena parte de la base y del electorado socialista que vincula la Europa del capital al empeoramiento de las condiciones de trabajo, a los cierres de empresa, recorte salvaje de los gastos sociales...

Si Zapatero se desliza hacia la vía emprendida por Schröder o por Blair no es difícil pronosticar una crisis similar. La burguesía tiene su agenda, quiere menos impuestos, reforma laboral, más reconversiones, etc., y su presión en ese sentido será salvaje. Los trabajadores y los jóvenes también tienen sus aspiraciones: acabar la precariedad, con el problema de la vivienda, incrementar los salarios, mejorar la sanidad y la educación pública... y están dispuestos a movilizarse contra cualquier ataque. El escenario en el que nos adentramos será de lucha y polarización a izquierda y derecha. En este contexto es más difícil que nunca hacer una política de equilibrios. O se está con unos o con otros.

Si el gobierno apostase por una vía de auténticas reformas en el terreno social, como la reducción de las horas de trabajo a 35 horas semanales, acceso a la vivienda con el 10% del salario, mantenimiento de todos los puestos de trabajo en el sector público, Salario Mínimo Interprofesional (SMI) de 900 euros, un plan ambicioso de construcción de centros públicos, acabando de una vez con el negocio de la enseñanza privada concertada, etc... no cabe ninguna duda que contaría con el respaldo activo de la clase obrera y de la inmensa mayoría de la sociedad.

Pero finalmente, incluso una política de reparto más justo de la riqueza social acabaría chocando con la naturaleza del sistema capitalista, basado en el afán de beneficios de los que detentan los medios de producción y la Banca. La única manera de garantizar la aplicación y durabilidad de cualquier reforma social importante, sería nacionalizando la banca y los grandes monopolios bajo control obrero, sentando las bases de una economía en la que el “motor” de la inversión no fuera el interés privado sino el interés social. Como la experiencia ha demostrado, los gobiernos socialdemócratas que han sido más sensibles a las presiones de los trabajadores, y que han emprendido ciertas reformas, se han quedado a medio camino e incluso —como vimos en Francia a mediados de los noventa— han retrocedido, al establecer como límite lo posible bajo el capitalismo o lo admisible para la burguesía.

Más justicia social y más beneficios empresariales se revelan más incompatibles que nunca, máxime cuando la burguesía europea quiere librarse a toda costa de las conquistas alcanzadas por los trabajadores a lo largo de las últimas décadas. Es sobre ese tapete sobre el que se están desarrollando los acontecimientos políticos en Europa y también será así en el Estado español.

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