El 16 de marzo de 1978 Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana italiana, era secuestrado por un Comando de las Brigadas Rojas. Durante los dos meses que duró el secuestro, rodeado de dudas y sospechas, se sucedieron constantes maniobras en el aparato del Estado, en su propio partido y por parte de la CIA y el Gobierno norteamericano, que terminaron finalmente con Aldo Moro asesinado y su estrategia del compromiso histórico, que buscaba un acuerdo de Gobierno con el poderoso Partido Comunista Italiano (PCI), abandonada definitivamente.

La serie de Marco Bellocchio, que se puede ver en Filmin, aborda en seis capítulos las diferentes tramas que rodearon el secuestro de Moro y cómo sus propios compañeros de Gobierno y partido, incluyendo el papa Pablo VI, amigo personal de Moro y de su familia, le abandonaron y sacrificaron.

La razón, como bien se refleja al comienzo de la serie, fue su apuesta por llegar a un entendimiento con el PCI, que en las elecciones de 1976 obtuvo un resultado histórico amenazando el predominio de la Democracia Cristina y poniendo sobre la mesa la posibilidad de un futuro Gobierno encabezado por los comunistas. La Democracia Cristiana había gobernado ininterrumpidamente Italia desde la caída del fascismo, actuando como una pieza clave del imperialismo norteamericano en la contención del “comunismo” en Europa y contando para ello con la colaboración de la mafia.

Aldo Moro había sido presidente del Consejo de Ministros y ministro de Asuntos Exteriores hasta en dos ocasiones, era un ferviente católico y carecía de cualquier tipo de veleidad izquierdista. Al revés, era un elemento profundamente conservador. Sin embargo, consideraba que era necesario integrar aún más al PCI en el juego parlamentario e institucional, incluso dentro de las máximas responsabilidades gubernamentales, con el objetivo de garantizar el futuro del capitalismo italiano y conjurar nuevas crisis revolucionarias que pudieran poner en cuestión el poder de la clase dominante.

El Otoño caliente que aterrorizó a la burguesía italiana

Esta posición fue consecuencia directa del temor de la burguesía y el aparato del Estado con motivo del Otoño caliente de 1969. Una rebelión de la clase obrera y del movimiento estudiantil, emulando el Mayo francés del 68, que generó una auténtica crisis revolucionaria. A partir de septiembre de 1969, una oleada de huelgas se extendió por todo el país llegando a afectar a más de cinco millones de trabajadores; se ocuparon numerosas fábricas y empresas, generándose un clima de pánico entre los empresarios y los jefes; y se produjeron cientos de manifestaciones masivas de trabajadores y estudiantes. Las propias direcciones sindicales se vieron completamente desbordadas, constituyéndose Comités Unitarios de Base (CUB) conformados por los trabajadores que empujaban la lucha mucho más lejos, poniendo en cuestión las bases del capitalismo.

Finalmente, ante el miedo a perderlo todo, tanto la patronal como el Gobierno demócrata cristiano tuvieron que hacer importantes concesiones para apaciguar a las masas y desactivar la crisis revolucionaria. Se conquistó la jornada de 40 horas, se estableció la prohibición de los despidos, se consiguió la igualdad salarial e incrementos salariales sin precedentes y se reconoció el derecho legal de los obreros a organizar asambleas dentro de las fábricas y empresas. Las conquistas salariales fueron de tal envergadura que entre 1969 y 1976 la participación de los salarios en el PIB pasó del 57% al 73%.

Esta ola revolucionaria podía haber llevado a los trabajadores al poder, pero no fue así debido a la política de colaboración de clases del PCI y de la dirección de la principal confederación sindical italiana, la CGIL, controlada con mano de hierro por el aparato del partido. Una política que rechazaba abiertamente acabar con el capitalismo y luchar por el comunismo, y que les llevó a emplearse a fondo en el otoño de 1969 para desactivar el ascenso obrero y encauzarlo hacia reformas que no pusieran en cuestión la propiedad capitalista.

El desencanto con esta estrategia de colaboración de clases supuso el surgimiento de grupos disidentes a la izquierda del Partido Comunista, especialmente entre la juventud obrera y estudiantil. Organizaciones como Lotta Continua o Potere Operario y otras muchas, al calor del auge de las guerrillas, terminaron por dar lugar al grupo armado de las Brigadas Rojas, que llegó a contar, como bien refleja la serie, con un importante apoyo popular. Al mismo tiempo, el aparato del Estado y la reacción, tras la incertidumbre inicial pasaron a la ofensiva, dando lugar a los famosos “años de plomo”, en que grupos de extrema derecha financiados por la CIA cometieron decenas de atentados y asesinatos. Era el momento en que el imperialismo estadounidense estableció las bases de la Operación Cóndor en América Latina y la red Gladio en Italia y otros países europeos: una amplia conspiración reaccionaria que integraba organizaciones fascistas, mandos policiales y militares, de los servicios secretos, políticos de la Democracia Cristiana, criminales de la mafia y altos jerarcas de la Iglesia Católica. El fin era claro: abortar la revolución socialista recurriendo a la máxima violencia.

Aunque la serie omite todos estos antecedentes, importantes para entender lo que estaba en juego, sí refleja las profundas divisiones en el seno de la burguesía italiana y cómo el aparato del Estado seguía dominado por los mismos elementos fascistas que lo dirigieron bajo la dictadura de Mussolini. También refleja el papel de la CIA, que intervino en Italia desde el final de la Segunda Guerra Mundial para garantizar que el PCI nunca ganara las elecciones —recurriendo al fraude electoral— y su oscura participación en el secuestro y posterior asesinato de Aldo Moro. La serie, a pesar de todas sus limitaciones, no puede dejar de hacerse eco de la realidad que se esconde tras la institucionalidad y la democracia burguesa, y cómo opera verdaderamente el Estado capitalista que, en defensa de sus intereses, no duda ni siquiera en sacrificar a uno de los suyos.

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