Durante los últimos cuatro meses Nicaragua está viviendo una crisis revolucionaria. La profundidad de los acontecimientos no tiene precedentes desde la Revolución Sandinista de 1979, golpeando la conciencia de millones de personas.

Lo que empezó el 19 de abril como una protesta contra la reforma de las cotizaciones a la Seguridad Social, encabezada fundamentalmente por estudiantes universitarios y pensionistas, fue cobrando fuerza y sumando a otros sectores. En el transcurso de la lucha se ha cuestionado mucho más que la continuidad del régimen de Daniel Ortega. Aspectos decisivos como el papel del Estado burgués, del ejército y de la policía se han puesto encima de la mesa.

A pesar de la propaganda del actual Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), nada queda de progresista o revolucionario en Daniel Ortega. Su Gobierno lleva años aplicando políticas procapitalistas en beneficio de los intereses del imperialismo y de la burguesía nacional. Se ha enriquecido de forma escandalosa y junto a él, su mujer Rosario Murillo, su familia y toda una capa de la vieja burocracia del FSLN, que ha pasado a integrar una parte fundamental de la oligarquía nicaragüense. Todo acompañado de un giro autoritario y bonapartista para imponer esta política a la población, en uno de los países menos desarrollados de América Latina y donde el  acceso a los servicios básicos no está garantizado. A finales de 2017 un tercio de la población vivía por debajo del umbral de pobreza y los ataques a las condiciones laborales y salariales, que son constantes, agravan rápidamente esta situación.

El movimiento de masas pone contra las cuerdas a Ortega

Desde el inicio de las protestas se cuentan al menos 450 asesinados, miles de heridos y cientos de detenidos y desaparecidos. La salvaje represión desatada desde el primer momento por el Gobierno ante la movilización fue el detonante del estallido del descontento social acumulado durante años. El movimiento de solidaridad con los estudiantes reprimidos en las primeras manifestaciones y ocupaciones universitarias rápidamente se extendió por todo el país, fortaleciendo la lucha. Los bloqueos de carreteras y el levantamiento de barricadas para evitar los ataques de las tropas gubernamentales han sido un elemento clave para el desarrollo del movimiento.

No es casualidad que las ciudades, pueblos y barrios donde las tradiciones de lucha de la revolución del 79 están más arraigadas hayan estado ahora a la cabeza de la resistencia. Ciudades como Masaya, León, Estelí, Granada, Rivas, y barrios enteros de Managua han protagonizado una auténtica insurrección. El nivel de organización ha llegado muy lejos, quedando algunos de estos lugares bajo control de la población y desapareciendo por completo y durante semanas cualquier representación del poder estatal. De estos sectores surgió la exigencia de la salida inmediata del poder de Ortega y de Murillo, y la depuración de todos los elementos que han participado en la represión.

Tanto el régimen como la oposición proburguesa, organizada en la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, temen el movimiento de masas que se ha desatado y tratan de ponerle freno a través de distintos métodos.

La Alianza Cívica está dirigida por de la patronal más importante del país, COSEP, y la jerarquía de la Iglesia católica. Desde su formación ha intentado evitar el desarrollo de la lucha, poniéndose a la cabeza de ésta para buscar una salida negociada a la crisis y tratar de garantizar la estabilidad capitalista. Se han visto obligados a ir adoptando las reivindicaciones impuestas por el movimiento —como la salida de Ortega—, o a utilizar todo tipo de maniobras para controlar las movilizaciones, como los “paros cívicos” que son en la práctica cierres patronales que buscan evitar una huelga general de trabajadores que escape a su control.

Durante todo este tiempo han estado en coordinación con el imperialismo estadounidense, la Organización de Estados Americanos (OEA) y algunos países europeos. El objetivo tanto del imperialismo como de la Alianza Cívica es poner freno como sea a la profundización de la crisis revolucionaria abierta, ya sea con Ortega al frente o sacrificándole porque ya no puede asegurarles sus intereses. En este sentido, han propuesto un adelanto electoral, cuya única consecuencia ha sido dar cobertura al régimen para ganar tiempo, profundizar la represión y tratar de desactivar el movimiento en las calles.

La represión, síntoma de debilidad del régimen

En julio el Gobierno organizó una escalada represiva brutal. Lanzó al ejército, a la policía y a las bandas de paramilitares (mercenarios armados con armas automáticas) a atacar sin descanso los lugares que más lejos habían llegado en la organización de la lucha. Así atacaron Masaya y otras ciudades, derribando con excavadoras las barricadas. También atacaron a los estudiantes que ocupaban la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) por el carácter simbólico que tenía, consiguiendo desalojarla y asesinando a dos jóvenes. Con las barricadas retiradas, las ocupaciones disueltas y con una campaña de terror en marcha, que incluye despidos, detenciones arbitrarias, secuestros y asesinatos, el régimen ha intentado recuperar credibilidad frente al imperialismo como garante de la estabilidad capitalista.

Ortega está intentando levantar la cabeza y apuntalar su régimen, de ahí su rotunda negativa a dimitir o a adelantar las elecciones, y el recurso sistemático a la represión, que lo que refleja es su debilidad. Ha perdido gran parte de su base social, y los pactos con los empresarios y la Iglesia, que le acreditaban en el pasado ante el imperialismo, están rotos. Precisamente la expulsión el 30 de agosto de la misión de investigación de la ONU es un órdago frente al imperialismo.

Con la crisis económica, los nuevos ataques que el FMI está exigiendo podrían provocar otra explosión social. A pesar de la propaganda, la “normalización” de la situación en Nicaragua está lejos de ser una realidad. A pesar de que muchos activistas han tenido que pasar a la clandestinidad o huir del país, las movilizaciones no han cesado –el 14 de agosto por la liberación de los presos políticos, o las del 25—, y la respuesta ha sido más represión y la persecución a los militantes más destacados.

Se vive un impasse, en el que el régimen no es capaz de controlar la situación y garantizar el normal funcionamiento del sistema, de la economía o de los servicios. Por otro lado, el movimiento ha sufrido duros golpes, quedando desarticuladas una parte importante de las formas de organización que surgieron durante las movilizaciones. La clave para hacer avanzar al movimiento en este momento es la incorporación de la clase trabajadora con sus métodos de lucha, y romper el lastre que significa tener a la Alianza Cívica en la dirección del movimiento. Hasta el momento los sindicatos, controlados por el régimen, han limitado la participación de la clase obrera a través de sus propios comités, organizándose en sus centros de trabajo o utilizando la huelga como forma de lucha. La posibilidad de que se unan a la movilización a un nivel superior aterra a la reacción. El gobierno procapitalista de Ortega puede caer, pero para ello es necesario mantener una posición de independencia de clase: ¡ninguna alianza con la derecha, el empresariado, el imperialismo y la Iglesia! Los campesinos, la juventud, las mujeres y los trabajadores nicaragüenses sólo pueden confiar en sus propias fuerzas. Hay que extender la experiencia de organización de las barricadas y los bloqueos, crear comités de lucha en cada barrio y ciudad y coordinarlos a nivel nacional, y paralizar la economía con la huelga general. Esto sería un paso adelante cualitativo y la mejor forma de hacer frente con éxito a la represión del Gobierno y a los planes del imperialismo.

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