Ante el Gran Apagón del pasado 28 de abril, muchos medios de comunicación se han recreado mostrando las imágenes de terrazas llenas, cerveza en mano, y el ambiente festivo que se respiraba en muchos parques y plazas de Madrid. Sin embargo, este relato de una ciudadanía ejemplar, jovial y vitalista oculta la experiencia real que la clase obrera, y en especial los más explotados entre nosotros, vivimos durante esas 10 horas apocalípticas.
En torno a las 12:30 del 28 de Abril, la red eléctrica cayó súbitamente a la par que se activaban las luces y alarmas de emergencias en muchos centros de trabajo. Con cierto desconcierto íbamos descubriendo que la luz había desaparecido, junto con la red móvil e internet, en todo el país. Estábamos incomunicados. Sin semáforos, en apenas 20 minutos la capital quedó completamente colapsada por un gran atasco que duró horas. Y las decenas de miles de personas que diariamente viajan en metro emergieron en apenas unos minutos. El ambiente general fue apocalíptico: riadas humanas sin información, aislados ante unos transportes paralizados, sin conocer la situación de familiares y sin una perspectiva clara de cómo iba a terminar todo. Cuando a muchos se les encendió la bombilla de ir al supermercado a comprar agua o alimentos, la tensión se hizo palpable y el racionamiento, especialmente de agua, se hizo presente.

Un gran éxodo norte-sur
La ciudad de Madrid es un gran monstruo urbano desarrollado de forma anárquica y desequilibrada por la inercia del mercado, como es el caso de todas las áreas metropolitanas del mundo. Los trabajadores no elegimos realmente ni dónde vivimos ni dónde trabajamos. La inmensa mayoría curra ahí dónde le toca y se aloja ahí dónde se lo puede permitir. Por tanto, recorremos cada día las larguísimas distancias que separan nuestros barrios y ciudades dormitorio de nuestros lugares de trabajo.
Con las vías de transporte ferroviario y por carretera cortadas, para muchos de nosotros volver a casa se convirtió en una verdadera proeza. Fuimos miles y miles de personas las que recorrimos toda la Castellana, desde Chamartín hasta Banco de España para, desde ese lugar, irnos bifurcando por los caminos que conducen hacia la estación de Atocha, y de ahí a Vallecas y a los distritos de Latina, Carabanchel, Aluche, Usera o Villaverde.
Para los que aún no hemos sido expulsados de la capital fue posible llegar a nuestros hogares tras marchas de 5, 6 y 7 horas de duración. El viaje fue incluso más largo para quienes después de caminar muchas horas lograron coger un bus en Cuatro Vientos para dirigirse a Móstoles o Alcorcón tras otras dos o tres horas adicionales de esperas. Completamente abandonados se sintieron también quienes tuvieron que pernoctar en la estación de Atocha por no encontrar la forma de llegar a sus hogares en Getafe, Parla, Pinto, Ciempozuelos, Valdemoro… o quizá llegaron a sus casas en el extrarradio a las 4 de la madrugada, para poder dormir unas pocas horas y tener que levantarse de nuevo para volver al trabajo.
El gran apagón también es lucha de clases
Los que participamos de este éxodo íbamos observando como las terrazas del barrio de Salamanca y del centro de la capital se llenaban de pijos cayetanos que disfrutaban indolentemente de un inesperado día libre primaveral. Pero a pocos metros, en la barra que los separaba de los camareros, y en las avenidas llenas de miles de trabajadores y trabajadoras que intentaban llegar a sus barrios, se vivía una verdadera pesadilla.
Miles de nosotros fuimos explotados impunemente en medio del caos: aquellos que trabajamos en los pequeños comercios, en los bares y en los supermercados que decidieron no cerrar. O incluso en aquellas empresas y negocios que habiendo cerrado se nos obligó a permanecer protegiendo la propiedad de nuestros explotadores hasta que la luz volviera para restablecer las alarmas y las cámaras de seguridad. Miles también fuimos presionados para permanecer en nuestros puestos ante la imposible llegada de nuestros relevos. Nos exprimieron sin contemplaciones por el salario mínimo, aunque no supiéramos como íbamos a volver a casa, no nos pudiéramos comunicar con nuestros seres queridos, o no tuviéramos forma de recoger a nuestros hijos del colegio.
Y esto es una cuestión de clase, aunque haya sido ocultado vergonzosamente por los medios de comunicación y el Gobierno. No, esto no tiene nada que ver con un comportamiento ejemplar y cívico, esto es el espíritu más mezquino de avaricia y afán de lucro a cualquier precio que mueve a la clase empresarial que nos machaca con la complicidad de los políticos a su servicio.

Estuvimos cerca de una tragedia mayor
Aunque se perdió un 60% de la tensión en un instante, podríamos haber alcanzado el cero absoluto, es decir, la pérdida total de tensión en la red eléctrica. De haber ocurrido, la recuperación del flujo de electricidad podría haber tardado varios días en lugar de varias horas.
Al menos seis personas fallecieron durante la jornada. Hay que ponerse en el pellejo de miles de enfermos crónicos, cuyas vidas dependen de sistemas conectados a la luz. Para ellos y sus familias la jornada se vivió con gran desesperación. Los hospitales y los centros de salud sortearon la jornada gracias a que los generadores de emergencia saltaron y a la entrega y serenidad del personal sanitario. Muchas personas pudieron desplazarse desde sus casas a estos centros y refugiarse en ellos. También aquellos a los que el gran apagón pilló en medio de una operación se jugaron mucho, así como los que dependen de un soporte vital en las UCI.
Todo esto pone en valor el sistema público de sanidad que tanto el PSOE, con sus políticas cómplices con los recortes, como por supuesto el Partido Popular adalid de la privatización, se afanan por desmantelar. Pero debemos ser conscientes de que hemos estado muy cerca de una catástrofe mayor, que podría haberse cobrado muchas vidas.
Nuestra vida no tiene por qué estar a merced de los gigantes financieros
¿Y todo esto por qué? con toda seguridad no fue un ciberataque ruso, ni de ningún otro “enemigo” extranjero. El enemigo está en casa, y son los magnates que poseen y controlan la producción y distribución de la energía.
La causa de este desastre la denunciamos incansablemente los comunistas revolucionarios: que un servicio público esencial como la electricidad esté bajo control de un puñado de monopolios capitalistas que se llenan los bolsillos impunemente, y que además impongan una transición “ecológica” hecha a medida de sus intereses, es lo que hace posible que vivamos una situación tan deplorable.

Con la producción a gran escala de energía eléctrica renovable procedente de fuentes solares y eólica, controlada por estos grandes monopolios privados que han llenado el paisaje de cientos de parques eólicos y granjas solares, se está realizando una gran transformación en el mix energético del país. Sin embargo, para estabilizar la red, estas fuentes de energía requieren de sistemas de respaldo que encarecen los costes de producción. Simple y llanamente, los capitalistas han estimado que les sale más rentable poner en riesgo toda la red eléctrica de España, Francia y Portugal, que asumir estos costes.
Ahora posiblemente no les quede más remedio que hacerlo pero, en ese caso, podemos estar seguros de que transferirán estos costes a nuestros bolsillos. El Gobierno y Pedro Sánchez están haciendo la demagogia de siempre, insinuando que las compañías privadas tienen mucha responsabilidad. Pero al final no tomarán medidas, no nacionalizaran el sector recuperando su propiedad pública, sino que desviarán miles de millones de euros de los presupuestos en subvenciones a estas compañías para que adapten las infraestructuras. Y volverá a ser un negocio redondo para estos parásitos, que obviamente pagará la clase obrera.
Sin gran sorpresa, la derecha extrema y la ultraderecha negacionista, que es fiel lamebotas del lobby petrolero y atómico, no ha perdido la ocasión para denunciar las energías renovables y defender rabiosamente las centrales nucleares. Sin embargo, toda esta campaña en favor del lobby nuclear esencialmente se sustenta sobre bulos. En primer lugar, por sus tiempos de respuesta, la energía nuclear nunca habría podido compensar la caída de la tensión. Por otro, presenta problemas de escalado quizá superiores que la eólica y solar; y por último, supone enormes problemas de seguridad que no es necesario asumir.
Este apagón ha vuelto a demostrar que nuestro presente, bajo cualquier circunstancia posible en el capitalismo, se encuentra condicionado por la codicia de un puñado. Pero no solo nuestro presente, también nuestro futuro que corre la misma suerte que el del conjunto del ecosistema.
El capitalismo verde es un callejón sin salida, y el gran apagón es sólo un episodio más que pone de relieve sus limitaciones. Diariamente recibimos toneladas de propaganda destinadas a inocularnos la idea de que lo sensato y lo responsable es respetar la propiedad y el mercado. Sin embargo, pensar que la crisis climática se puede frenar y corregir colaborando con quienes la han causado, y no tienen más principio que lucrarse a toda costa y en cualquier circunstancia, es una propuesta reaccionaria en lo inmediato y totalmente utópica para el futuro.

La planificación socialista de la economía, en cambio, sí ofrece una hoja de ruta compatible con las necesidades del ecosistema. El monopolio estatal, bajo control democrático de la clase trabajadora, de los sectores económicos estratégicos permitiría acabar con lo que mueve la producción bajo el orden del capital: la obtención del máximo beneficio para una minoría de plutócratas. La nacionalización de estos sectores, y su socialización mediante el control colectivo de los trabajadores, es la precondición necesaria para poder realizar la planificación verde de la que dependen todos los equilibrios medioambientales.
Más que en ninguna otra etapa de la Historia, la causa de la sostenibilidad medioambiental, y de la propia humanidad, es la causa del socialismo.