Han pasado sesenta y seis años desde la muerte de Antonio Gramsci, uno de los fundadores del Partido Comunista de Italia (PCI). En todo este tiempo, sus mejores ideas y posturas políticas han sido distorsionadas, extrapoladas de forma abusiva, falsificadas y vendidas en rebajas por la propaganda estalinista y reformista. Tres generaciones de militantes comunistas han sido engañadas acerca de este hombre, cuyos retratos están colgados en cientos de locales de Refundación Comunista (PRC) y de los Demócratas de Izquierda (DS), partidos herederos del PCI. Desde la posguerra hasta hoy, los dirigentes de los partidos obreros han dibujado a Gramsci como el paladín de la lucha por una moderna democracia parlamentaria, como el teórico que modernizó el marxismo de forma original, adaptándolo a las peculiaridades de la sociedad occidental avanzada y democrática. No contentos con esto, la obra de maquillaje y momificación ha llegado a verdaderas exageraciones, describiéndolo como más vigente y dialéctico que Marx, Lenin y Trotsky. Pero las ideas y la historia política de Gramsci no se corresponden con esta propaganda. 

I. La verdad es revolucionaria

En vida de los grandes revolucionarios, las clases opresoras les someten a constantes persecuciones, acogen sus doctrinas con la rabia más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más desenfrenada de mentiras y calumnias. Después de su muerte se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos por decirlo así, rodear sus nombres de una cierta aureola de gloria para consolar y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando su filo revolucionario, envileciéndola. En semejante arreglo del marxismo, se dan la mano actualmente la burguesía y los oportunistas dentro del movimiento obrero. Olvidan, relegan a un segundo plano, tergiversan el aspecto revolucionarios de esta doctrina, su espíritu revolucionario. Hacen pasar a primer plano lo que es o parece ser aceptable para la burguesía.

Lenin, El Estado y la revolución, 1917

Estalla la revolución en Europa

La revolución que se desarrolló desde febrero a octubre de 1917 en Rusia cambió el curso de la historia, sirviendo de inspiración al movimiento obrero internacional durante generaciones. 1917 sacudió de arriba a abajo la sociedad, transformando los partidos obreros y los sindicatos. “Hacer como en Rusia” era la respuesta que la clase obrera sentía poder dar a la miseria y a la guerra del capital. Las manifestaciones de solidaridad con la revolución reunían a millones de trabajadores. Desde el principio y en primera fila, país tras país, se encontraban las mujeres trabajadoras y los jóvenes. La lucha de la clase obrera europea en Alemania y Centroeuropa, Inglaterra, Francia, Italia o España jugó un papel fundamental en la derrota de la ofensiva militar contra el Estado soviético por parte de los ejércitos capitalistas, así como en el fin de la Primera Guerra Mundial. A setenta años de la aparición de El manifiesto comunista de Marx y Engels, el fantasma del comunismo recorría el mundo haciendo temblar a la burguesía.

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La revolución que se desarrolló desde febrero a octubre de 1917 en Rusia cambió el curso de la historia. 


La revolución italiana conocida como el Bienio Rojo fue contemporánea de la República Soviética Húngara, de la Huelga General Revolucionaria en España y de la Revolución alemana de 1918-19. Pero en esa ocasión el Partido Socialista Italiano (PSI) perdió una enorme oportunidad histórica: los trabajadores del norte ocuparon las fábricas y, en el punto álgido del proceso (septiembre de 1920), medio millón de obreros las paralizaron durante semanas a lo largo de toda Italia; los campesinos del norte y del sur ocupaban las tierras, y hasta los campesinos pobres más atrasados que estaban alrededor del Partido Popular fueron atraídos por la revolución. El desarrollo del movimiento fue tal, que una dirección revolucionaria consciente hubiera podido unificarlo y llevarlo a la victoria. El PSI era un partido muy enraizado entre la clase, fortaleciéndose día a día: dirigía el mayor sindicato, la Confederación General de Trabajadores (CGL), y administraba miles de ayuntamientos y cooperativas obreras.

La victoria de la Revolución italiana hubiera podido romper el aislamiento de la Revolución Rusa, cambiando el destino de la revolución mundial. Pero la historia ha demostrado que una dirección revolucionaria no se puede improvisar. En el proceso revolucionario, el proletariado no tiene tiempo de sacar todas las conclusiones correctas, ni de corregir sus errores ni los de sus dirigentes. El tiempo de la revolución es objetivamente limitado y las decisiones que se adoptan en cada momento exigen un gran conocimiento previo de la táctica y la estrategia. El partido revolucionario, pues, tiene que jugar un papel que la clase obrera no puede improvisar en pocos meses. Por eso el partido es condición necesaria, aunque no suficiente: debe saber ganar la confianza de su clase con paciencia, para que en la etapa decisiva el proletariado asuma sus ideas, su programa y sus métodos. Sin un núcleo firme de cuadros preparados y con raíces en la sociedad es imposible elaborar las consignas adecuadas para cada momento de la revolución; y más difícil aún es resistir las enormes presiones de todo tipo que se producen durante las convulsiones sociales.

Las corrientes centristas en los partidos obreros, típico producto de los periodos revolucionarios, oscilan entre el reformismo y el marxismo bajo las presiones que reciben de la clase obrera y de los acontecimientos. Estas corrientes nada tienen que ver con una dirección revolucionaria consecuente. La mayoría de los dirigentes del PSI se declaraban “maximalistas”, es decir, partidarios del programa máximo de la transformación socialista, pero en realidad no eran más que centristas porque, desde el final de la guerra, habían tocado los tambores de la revolución sin prepararla, y por eso llegaron completamente desorganizados a la cita del Bienio Rojo.

Igual que la guerra, también la revolución tiene en cada fase un centro principal de operaciones. En Turín, el frente revolucionario más importante en 1920, militaba Antonio Gramsci. Sus posturas políticas, a pesar de ser la vanguardia del PSI, estuvieron en minoría. La falta de una corriente organizada alrededor de sus ideas dentro del partido fue decisiva para la derrota de la revolución. Trotsky comentará: “Si al acabar la guerra no hubo en Europa ninguna revolución triunfante fue porque faltó el partido”, y hasta el socialista Nenni confirmará en 1926 que “el juicio [de Trotsky] es exacto en lo referido a Italia”. De la experiencia de la derrota de la revolución y de la influencia de la Internacional Comunista (IC), fundada en 1919, nació el Partido Comunista de Italia (PCd’I), escisión revolucionaria del PSI en el Congreso de Livorno de enero de 1921.

Los partidos comunistas que nacieron por toda Europa atrajeron rápidamente a los sectores más conscientes, aunque todavía minoritarios, de la clase obrera, y todavía más rápidamente atrajeron a los jóvenes de los partidos socialistas. Pero en ningún país, excepto Francia, lograron los comunistas ganar inicialmente a la mayoría de la base, que apoyaba a los dirigentes centristas y reformistas de los partidos obreros y los sindicatos tradicionales. Ocasiones revolucionarias muy claras volvieron a presentarse a lo largo de los años 20 y 30 en Europa. Tal como demostró la experiencia del partido de Lenin, una dirección revolucionaria necesita tiempo para forjarse, seleccionar sus cuadros, afinar las armas teóricas y organizativas, enraizarse en la clase obrera. Así, sucedió que muchas direcciones de los jóvenes partidos comunistas se demostraron inmaduras, a menudo poco humildes e impacientes, y pecaron de ultraizquierdismo y sectarismo hacia amplios sectores de los trabajadores organizados.

La humanidad pagó la ausencia de una dirección marxista de masas con las dictaduras fascistas de Italia, Alemania y España y con la Segunda Guerra Mundial. Este también fue el precio a pagar por otra causa: el atraso, el aislamiento y la consecuente degeneración burocrática de la URSS. En este contexto, Gramsci y Trotsky fueron los únicos dirigentes comunistas que comprendieron claramente la naturaleza del fascismo como una reacción desesperada de las masas de las clases medias ante la falta de una salida revolucionaria a la crisis del capitalismo. Sobre esta reacción se basó la gran burguesía y su Estado para aplastar todas las organizaciones obreras y alejar el “fantasma del comunismo”. Fueron los fascistas quienes arrestaron a Gramsci en Roma el 8 de noviembre de 1926, encerrándolo en la cárcel hasta su muerte once años después.

Gramsci y el movimiento comunista italiano

Gramsci no malgastó su vida luchando por la democracia burguesa. Nunca teorizó sobre una república italiana basada en la colaboración entre las clases en provecho del capital, sino que fue de los primeros comunistas italianos en comprender la naturaleza y el papel de los sóviets que emergieron al calor del proceso revolucionario ruso de 1905: los órganos del nuevo poder proletario, que en Italia también podrían haber tomado el poder. Gramsci trasladó la experiencia de los sóviets a Italia, promoviendo la formación de los comités de fábrica de Turín, que fueron el instrumento de lucha de la clase obrera en toda la región durante el Bienio Rojo, y estimulándolos con todas sus fuerzas desde las páginas de L’Ordine Nuovo (El Nuevo Orden), el periódico más avanzado de aquellos años, fundado por el propio Gramsci en 1919. ¡Esto no es precisamente luchar por una democracia parlamentaria!

Otra cuestión que pretenden atribuirle a Gramsci los reformistas y estalinistas es la base teórica de la “vía italiana al socialismo” de Togliatti y del “eurocomunismo” de Berlinguer. Estas formulaciones solo han tratado de esconder en épocas diferentes la misma política errónea: la colaboración de los dirigentes de la clase obrera con la burguesía para evitar conscientemente la transformación socialista de la sociedad. Se ha utilizado a Gramsci para sostener la teoría de que la clase obrera debe dirigir la sociedad, pero junto a las demás clases sociales y sin salirse de los límites del Estado capitalista. Pero Gramsci fue revolucionario, comunista e internacionalista porque su militancia siempre tuvo un objetivo muy claro: derribar el capitalismo y expropiar a la burguesía para instaurar un Estado obrero basado en los comités de fábrica, como primer paso hacia el socialismo.

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Manifestación reprimida por la policía en la Plaza Dante de Turín en 1920. 


Los propios reformistas, tratando de hacer sombra a las genuinas ideas del marxismo, han puesto en un pedestal las distorsiones de las ideas de Gramsci. Para ello han tenido que ocultar una realidad incómoda: las aportaciones de Gramsci al arsenal teórico del marxismo no pueden ocultar el hecho de que no logró mantener la claridad de ideas de Lenin y Trotsky, ni tampoco la independencia de juicio de Amadeo Bordiga (otro revolucionario italiano y fundador del Partido Comunista), a la hora de enfrentarse a la degeneración burocrática del Estado obrero soviético y de la Internacional Comunista. No solo no se opuso, sino que se sumó a la exaltación estalinista del “leninismo”, que nada tenía que ver con el marxismo defendido por Lenin y que solo servía para disimular la difusión del conformismo. Entre 1924 y 1926, Gramsci fue acrítico y conformista con la burocracia estalinista, que acabó con el régimen de democracia interna del partido bolchevique y ahogó las legítimas diferencias políticas en el seno de la IC. Las consecuencias de este proceso, junto al reflujo de las luchas obreras y la reacción fascista en Italia, no resaltan las virtudes, sino las limitaciones teóricas y políticas de Gramsci. Como secretario general, junto a Togliatti y Scoccimarro entre otros, impuso en el partido el mismo régimen autoritario de la degenerada IC, utilizando métodos burocráticos similares a los del conjunto de los partidos comunistas en proceso de estalinización. Cuando Togliatti llegó a secretario general, completó la transformación del partido italiano en instrumento de los intereses de la burocracia “sovietica”, y solo tardó dos años en apartar y marginar secretamente a Gramsci, que desde la cárcel empezaba a criticar la política estalinista.

II. La partera de la revolución

Antonio Gramsci, originario del sur de Italia (Cerdeña), se matricula en la Universidad de Turín gracias a una beca y a los sacrificios de sus padres. Pronto la pobreza amenaza su frágil salud: no tiene ropa para el invierno ni dinero para comer; además es víctima de habituales crisis nerviosas, que nunca dejarán de torturarle durante toda su vida. Pero dispone de una proverbial fuerza de carácter. En 1913 se afilia al Partido Socialista, influido por los estudios sobre la dialéctica de Hegel y el materialismo histórico de Marx. Dos años más tarde empieza a escribir para la prensa socialista de Turín, ciudad en la vanguardia del movimiento obrero italiano. Con la guerra, la FIAT se ha convertido en la tercera industria italiana y la división del trabajo típica del fordismo ha introducido la cadena de montaje. Los obreros sin cualificación, la mayoría procedentes del campo, a menudo conviven en la misma fábrica con los trabajadores especializados en los que se basan la FIOM (Federación Italiana de Obreros del Metal, afiliada a la CGIL) y el PSI.

Gramsci tiene 26 años cuando, en agosto de 1917, una multitud de 40.000 obreros acoge en Turín a los atónitos delegados de Kérenski gritando “¡Viva Lenin!”, “¡Viva la Revolución!”. Igualmente pasó en Florencia, Bolonia, Milán... A la semana siguiente, en Turín hay enfrentamientos callejeros y en las barricadas mueren 50 obreros. El joven Gramsci, periodista socialista, comprueba en su propia piel la lucha de clases.

Los obreros y la mayoría de la población italiana nunca habían apoyado la guerra y ahora exigían la paz porque 650.000 soldados italianos habían fallecido, porque el subdesarrollo del Sur y el contraste entre Norte y Sur se hacía crónico, porque no aguantaban más la militarización de la vida del país y el deterioro de las condiciones de trabajo, y sobre todo porque faltaba el pan. Además, se habían dado cuenta que los empresarios industriales habían estado obteniendo excelentes beneficios.

Desarrollo industrial y crisis de la posguerra

Italia había vivido durante la guerra un desarrollo industrial tumultuoso, concentrado en el triángulo Génova-Milán-Turín en el Norte y alrededor de Nápoles y Térni en el Centro y Sur, desarrollo al que había contribuido la fuerte participación estatal. Con el conflicto imperialista, los empresarios metalúrgicos habían aumentado sus capitales en un 252%. Pero el país dependía mucho del capital financiero extranjero, no tenía autosuficiencia alimenticia y debía importar todo tipo de maquinaria, materias primas y bienes de consumo. La gran burguesía no piensa en la reconversión de la industria bélica y al final del conflicto se lanza a la especulación financiera, para continuar amasando beneficios. Italia es el clásico ejemplo europeo de desarrollo desigual y combinado del capitalismo. Desde hacía 60 años, la burguesía italiana pactaba con los propietarios latifundistas, demostrando su debilidad e incapacidad de jugar un papel revolucionario. Como en el caso de España, Portugal o Grecia, la revolución democrática burguesa nunca había llegado al Sur ni a las islas. El atraso de la agricultura, junto con la requisa de las cosechas y la salida de millones de jóvenes hacia el frente, habían acumulado el resentimiento de los pequeños propietarios y empeorado las condiciones de casi cuatro millones y medio de asalariados agrícolas y campesinos pobres, lo que explica las revueltas espontáneas en el campo y las frecuentes ocupaciones de tierras. Desde 1920, Gramsci dedicará muchos escritos a la cuestión meridional.

Ese mismo año, los obreros industriales suman 4.350.000, mientras que los trabajadores y empleados en los servicios suman 3.800.000. De estos últimos, buena parte constituye la burocracia estatal.

Al final de la guerra se disparan la inflación y el desempleo. Todas las clases bajas se ven afectadas. La pequeña burguesía está cerca de la desesperación y la clase obrera ve erosionados sus sueldos: se trabaja mucho, se come poco y no hay dinero suficiente para vivir. Los trabajadores italianos habían vivido cuatro años de código penal militar en la industria bélica, con el consentimiento, por medio de la FIOM, de la CGL. El autoritarismo en las fábricas, la no aplicación de la escasa legislación laboral, los despidos arbitrarios y la completa carencia de servicios sociales son los ingredientes que provocan el estallido de la revolución. El Gobierno y la burguesía son conscientes de ello y el PSI lo había previsto, pero, sobre todo, las propias masas lo perciben. Y la Revolución Rusa viene a catalizar aun más esos fervores.

La política del PSI

El PSI, junto con los bolcheviques, los socialistas serbios y búlgaros y grupos reducidos como el Die Tribune, del holandés Pannekoek, constituían la excepción en la bancarrota reformista de la Segunda Internacional. Sin embargo, no todos los que se oponían a la guerra imperialista tenían la misma claridad de programa que los bolcheviques. En aquel periodo, los dirigentes del PSI levantaron la equívoca fórmula de “ni adherir ni sabotear”, posición que contrastaba con la de los bolcheviques y del mismo Lenin, cuya consigna era mucho más resuelta y directa: “Transformar la guerra imperialista en guerra civil”.

La distinción es importante porque mientras los bolcheviques se habían preparado consecuentemente para la revolución con su programa obrero, las reivindicaciones para los campesinos y el trabajo político en el ejercito, los socialistas maximalistas italianos estaban esperando a la revolución como se espera a un mesías. Mientras que los dirigentes bolcheviques habían trabajado mucho por la clarificación teórica y Trotsky había elaborado su teoría de la revolución permanente, los dirigentes socialistas Lazzari y Serrati no habían querido afrontar ninguna lucha ideológica digna de ese nombre con el ala reformista de Turati (fundador del partido junto con Labriola). Aunque representase a la minoría, Turati controlaba la dirección de la GLI y el grupo parlamentario, influyendo al aparato del partido. En la posguerra, el PSI siguió confiando en la natural y gradual tendencia hacia el progreso de la sociedad, sin traumas ni cambios bruscos, de la anarquía del capitalismo al orden socialista a través del Parlamento, un esquema ajeno al marxismo. El desarrollo económico de las últimas tres décadas del siglo XIX, junto con la consolidación de las burocracias del PSI y de la CGL, habían sentado las bases materiales para el programa reformista de los socialistas, enfermos del mismo “cretinismo parlamentario” que aquejaba a los dirigentes de la II Internacional.

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XVII Congreso del PSI en 1921. 


En agosto de 1917, Turati afirma en una carta a un amigo (del partido burgués del presidente Giolitti): “Expongo esa cuestión a ti y al honorable Orlando muy claramente. Nosotros estamos viviendo, y vosotros lo sabéis más que nadie, en un periodo que cada día parece más difícil a causa del cansancio general causado por la guerra. Entre las masas socialistas, la tendencia saboteadora, que hasta la fecha hemos conseguido parar bastante bien, adquiere vigor y decisión. Contra ella, si no os decidís a recurrir a años de guerra civil, no tendréis otra defensa que la tendencia conciliadora representada por el grupo parlamentario socialista”. Y el maximalista Serrati, en una carta que nunca recibirá Lenin, afirma dos años más tarde: “Para mí es necesario proceder de manera que la revolución empiece en el momento más oportuno. Ni demasiado pronto ni demasiado tarde. Para mí esa tiene que ser nuestra táctica. Tenemos que esperar serenamente a los eventos que están madurándose para nuestra utilidad. Aquí se habla de constituir Consejos de Fábrica, que algunos entre los sindicalistas y los socialistas quisieran que sustituyesen la labor de las organizaciones obreras y al partido. Se pretende que solo gracias a ellos y por ellos se tenga que constituir el Nuevo Orden. Nuestro grupo parlamentario debe trabajar para que la profundización de las crisis sea, en campo parlamentario, el índice de la crisis que está afectando al país económica y moralmente. Tenemos que vencer graves dificultades dependientes además de la misma condición de nuestro país, también de aquellas internas de nuestra situación como partido. Muchos entre nosotros todavía creen en ideologías de 1848. Yo les considero románticos: utilísimos en los momentos de la acción, pero muy peligrosos en la exactitud de las ideas”.

Comunistas entre los socialistas

La revolución provocará en muy poco tiempo la formación de una corriente comunista en el seno del PSI, cuyos elementos más relevantes serán los jóvenes Gramsci y Bordiga. De hecho, ambos participan en 1917, junto con los centristas Serrati y Lazzari, en la reunión clandestina de la corriente maximalista: Gramsci está de acuerdo con el napolitano Bordiga, que pone la toma del poder a la orden del día. Al año siguiente en Roma, los maximalistas intransigentes ganarán el congreso del partido con el 70% de los votos. Poco después, Bordiga funda en Nápoles Il Soviet, mientras que en mayo de 1919 Gramsci publicará en Turín el primer número de L’Ordine Nuovo. El primero de los dos periódicos tendrá influencia nacional, especialmente en la juventud socialista (FGSI). Bordiga publicará en él una propaganda constante a favor de la toma del poder y del boicot a las elecciones políticas (como táctica para deslegitimar ante el proletariado la democracia burguesa), pero su análisis político es superficial y las cuestiones teóricas están prácticamente ausentes, a excepción de los argumentos de las tendencias antiparlamentarias europeas y de los acontecimientos de Hungría, que dominarán sus páginas durante 1920. Bordiga aplica a su propaganda el silogismo más simple: Si a) el proletariado es la clase revolucionaria y b) si el partido revolucionario es el que tiene que tomar el poder político, entonces, c) la mayoría de la clase obrera tiene que adherirse a las estructuras del partido. Este esquema está lejano a la dinámica propia que la clase obrera desarrolla cuando su conciencia comienza a avanzar hacia conclusiones revolucionarias. Si bien Bordiga mantiene diferencias con el ala maximalista de Serrati en cuanto que tiene una sincera voluntad de tomar el poder y está en contra del cretinismo parlamentario, ambos caen en errores comunes acerca de la comprensión de la relación entre el partido y la clase. Bordiga y Serrati piensan erróneamente que será tarea del partido establecer cuándo y cómo construir los sóviets (“consejos de fábrica”) para administrar el poder político fruto de la revolución. Bordiga no se cansa de repetir que “hay que luchar para tomar el poder con las masas comunistas” y Serrati contesta invariablemente que “el poder caerá en manos del PSI como una fruta madura”.

Ninguno comprende que los sóviets rusos fueron una creación espontánea de las masas para organizar democráticamente su lucha en un momento de ascenso revolucionario. Y esto sucedía con o sin partidos. Lo que hicieron los bolcheviques fue entrar en ellos, trabajando pacientemente hasta ganar la mayoría, mayoría que hizo posible la insurrección victoriosa y la toma del poder político. El error de Serrati y Bordiga fue precisamente considerar que la revolución solo sería posible cuando la mayoría de la clase obrera hubiese entrado en las organizaciones del PSI. Gramsci sí comprende las lecciones de la Revolución de Octubre, y por eso su L’Ordine Nuovo se transforma en poco tiempo en el mejor periódico obrero italiano. Gramsci coincide con Bordiga en propagar la inminencia de la toma del poder, pero además L’Ordine Nuovo publica artículos de Zinóviev, Lenin, Béla Kun, Clara Zetkin y Karl Liebknecht, analiza el funcionamiento de los sóviets rusos, de los shop stewards (delegados de empresa) ingleses y de los IWW norteamericanos, acoge debates de alcance internacional y reflexiona sobre la relación entre los partidos y las masas. Pero la difusión del periódico queda limitada a la provincia de Turín, lejos del conjunto del movimiento socialista a escala nacional.

De momento, la autoridad de Gramsci en el conjunto del PSI es casi imperceptible. Será durante el siguiente bienio, 1919-20, cuando L’Ordine Nuovo se transforme en el periódico de los consejos de fábrica y de los trabajadores de la región del Piamonte. Al mismo tiempo, Gramsci y Bordiga se convertirán en dos militantes socialistas de referencia para la futura corriente comunista. Mientras tanto, en febrero de 1919 los trabajadores conquistan la jornada laboral de 8 horas y las ideas revolucionarias se difunden abundantemente entre las masas. La burguesía está aterrorizada y el Gobierno es impotente ante el creciente fervor: todo indica que se acerca su fin. La derrota, a principios de 1919, de la primera tentativa revolucionaria en Alemania es, sin duda, un duro revés para la Revolución Rusa, pero Italia parece ir rápido en su ayuda. Es la víspera del Bienio Rojo.

III. ‘L’ordine nuovo y el bienio rojo

Podemos darnos cuenta del giro a la izquierda de la clase obrera considerando los datos de la afiliación a las organizaciones obreras (FGSI es la juventud socialista, aunque en abril de 1920 ya tenía la intención de cambiar su denominación a “comunista”):

En noviembre de 1919, el PSI obtiene 156 diputados en el Parlamento, conviertiéndose en el primer partido, a notable distancia del Partido Popular (PP) de Luigi Sturzo, con 51 escaños. La derrota electoral de los partidos burgueses es devastadora. El gobierno que formarán en contra del PSI será muy débil. Al cabo de dos años, también los populares se separarán de su derecha, y sectores de su base popular encontrarán muy buena relación con el PSI. La mayoría de la clase obrera apoya abiertamente al partido que en los años anteriores había hablado sobre la revolución: esto atestigua la condición psicológica de las masas italianas. Toda la CGL, con más de 2 millones de afiliados, vota al PSI.

La CIL (sindicato católico en el que los trabajadores agrícolas suponían el 80% de la afiliación) cuenta con 1.800.000 afiliados y la anarquista USI, con 300.000. La difusión de las ideas socialistas se traduce en 1919 en un aumento de las huelgas y su extensión a todo el país: la clase obrera utiliza la fuerza y el entusiasmo revolucionario para obtener conquista tras conquista, tanto económicas como políticas. De hecho, los días 20 y 21 de julio estalla una huelga general en solidaridad con la Rusia soviética, mientras que el 7 de noviembre se convoca huelga para celebrar el segundo aniversario de la Insurrección de Octubre.

El papel de ‘L’Ordine Nuovo’

Entre junio y septiembre de 1919, los obreros más conscientes de Turín pueden leer en L’Ordine Nuovo artículos como este, titulado Democracia obrera: “¿Cómo dominar las inmensas fuerzas sociales que la guerra ha desencadenado? ¿Cómo disciplinarlas y darles una forma política que tenga la virtud de ir desarrollándose [e] integrándose continuamente hasta convertirse en el armazón del Estado socialista que encarna la dictadura del proletariado? ¿Cómo soldar el presente al futuro satisfaciendo a la vez las necesidades del presente y desarrollando una labor positiva encaminada a crear y ‘anticipar’ el porvenir? (...) La vida social de la clase trabajadora es rica en instituciones y se articula en múltiples actividades. Dichas instituciones y actividades deben ser desarrolladas, organizadas, conjugadas en un sistema vasto y ágilmente articulado que absorba y discipline a la entera clase trabajadora. Las comisiones internas [de las fábricas] son órganos de democracia obrera que hay que liberar de las limitaciones impuestas por los empresarios y a los que hay que infundir vida y energías nuevas. Hoy las comisiones internas refrenan y limitan el poder del capitalista en la fábrica y desarrollan funciones de arbitraje y de disciplina. Desarrolladas y enriquecidas, serán mañana los órganos del poder proletario que sustituirán al capitalista en todas sus funciones de dirección y de administración. Ya desde ahora, los obreros deben proceder a la elección de vastas asambleas de delegados, escogidos entre los mejores y más conscientes de sus compañeros, de acuerdo con la consigna: ‘¡Todo el poder de las fábricas a los comités de fábrica!’. Consigna coordinada con esta otra: ‘¡Todo el poder del Estado a los consejos de obreros y campesinos!’. Un vasto campo de propaganda revolucionaria quedará abierto a los comunistas organizados en el partido y los círculos de barriada. Tales círculos, de acuerdo con las secciones urbanas, deberán proceder a la formación del censo de las fuerzas obreras de la zona así como a convertirse en la sede del consejo de barriada de los delegados de la fábrica, en el ganglio que enlace y concentre todas las energías proletarias del barrio en cuestión. Los sistemas electorales podrán variar de acuerdo con la magnitud de la fábrica (...) llegando a través de elecciones escalonadas y graduadas a la elección de un comité de delegados de fábrica, que comprenda a representantes de todo el complejo del trabajo (obreros, empleados, técnicos).

“En los comités de barriadas debería tenderse a incorporar delegados de más sectores de trabajadores residentes en el mismo barrio (...) [El comité] debería emanar de toda la clase trabajadora residente en la barriada; emanación legítima y acreditada, susceptible de hacer respetar el principio de disciplina, investida del poder (...) Los comités de barriada se irán agregando hasta convertirse en comités urbanos, controlados y disciplinados por el Partido Socialista y por los sindicatos profesionales. Semejante sistema de democracia obrera (integrado en las equivalentes organizaciones campesinas) proporcionará una forma orgánica y una disciplina permanente a las masas, constituiría una magnífica escuela de experiencia política y administrativa, encuadraría a las masas hasta el último individuo, acostumbrándola a la tenacidad y a la perseverancia, habituándola a considerarse como un ejército en campaña (...) Cada fábrica constituiría uno o más regimientos de dicho ejército, con sus jefes, con sus servicios de enlace, con su oficialidad, con su estado mayor; poderes estos delegados por libre elección, y no autoritariamente impuestos a través de los comicios electorales celebrados dentro de la fábrica. (...) Se conseguiría una transformación radical de la mentalidad obrera, se educaría a la masa para el ejercicio del poder, se infundiría una conciencia de los derechos y deberes del compañero y del trabajador; conciencia concreta y eficiente en tanto que espontáneamente generada por la experiencia viva e histórica. (...)

“La fórmula ‘dictadura del proletariado’ debe dejar de ser una mera fórmula, una ocasión de desfogue de la fraseología revolucionaria. Quien quiere el fin, debe querer también los medios (...) Dicho Estado no se improvisa: por espacio de ocho meses, los comunistas bolcheviques rusos centraron sus esfuerzos en difundir y en hacer tomar forma concreta a la consigna ‘¡Todo el poder a los sóviets!’, y los sóviets eran conocidos por los obreros rusos ya desde 1905. Los comunistas italianos deben atesorar la experiencia rusa y economizar tiempo y trabajo: la obra de reconstrucción exigirá tanto tiempo y tanto esfuerzo que habría que poder serle destinados todos los días y todas las energías” (L’Ordine Nuovo, 21/06/1919).

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Redacción de L'Ordine Nuovo en mayo de 1922. 


Los sóviets italianos nacieron de verdad. Gramsci solía dirigirse a ellos con estas palabras:

“¡Camaradas! La nueva forma que ha tomado la comisión interna en vuestra fábrica con el nombramiento de los comisarios de sección (...) no ha pasado inadvertida por el campo obrero y patronal de Turín. Por una parte, se disponen a imitaros los obreros de otros establecimientos de la ciudad y de la provincia; por otra, los propietarios y sus agentes directos contemplan este movimiento con creciente interés y se preguntan y os preguntan cuál será el objetivo al que tiende, cuál el programa que se propone realizar la clase obrera de Turín (...) Sabemos que nuestro trabajo ha tenido valor solo en la medida en que ha satisfecho una necesidad, ha favorecido la concreción de una aspiración que estaba latente en la conciencia de las masas trabajadoras. Por eso nos hemos entendido tan de prisa, por eso se ha podido pasar con tanta seguridad de la discusión a la realización (...) Es una consecuencia directa del punto al que ha llegado en su desarrollo el organismo social y económico basado en la apropiación privada de los medios de cambio y producción (...) A los que objetan que [los consejos obreros] acaban por colaborar con nuestros adversarios, con los propietarios de las industrias, contestamos que ese es, por el contrario, el único modo de hacerles sentir concretamente que el final de su dominio está cercano, porque la clase obrera concibe ya la posibilidad de decidir por sí misma y decidir bien (...) Y así los órganos centrales que surjan para cada grupo de secciones, para cada grupo de fábricas, para cada ciudad, para cada región, hasta un supremo Consejo Obrero Nacional, seguirán organizándose, intensificando la obra de control, de preparación y de ordenación de la clase entera, para fines de conquista y de gobierno” (A los comisarios de sección de los talleres Fiat, en L’Ordine Nuovo, 13/09/1919).

Aquí está por anticipado la respuesta al escepticismo de Bordiga respecto a los consejos de fábrica, resumida en el artículo ¿Tomar las fábricas o el poder?, publicado en Il Soviet en febrero de 1920. Los trabajadores dan la razón a Gramsci: durante 1919 y 1920, los consejos de fábrica viven un desarrollo impetuoso en toda la provincia de Turín, entusiasmando a la base de la CGL local. En la conferencia de Bolonia, el PSI se compromete formalmente a “construir los sóviets en dos meses” y se adhiere por aclamación a la recién nacida III Internacional. Pero a las palabras no les siguen los hechos.

Mientras tanto, en la Baviera alemana se instaura la República de los Consejos y en primavera nace la república soviética de Hungría. Es el año en el que las oprimidas masas italianas esperan, en vano, las directrices revolucionarias del PSI, que nunca llegarán. En dos años, el PSI, debido al conservadurismo de su aparato y de su enorme grupo parlamentario, no bajará del planeta del Parlamento. Dos años después del Octubre ruso, la burguesía italiana sigue estando en un impasse y el aparato del Estado, paralizado frente a la amenaza comunista, hasta el punto de que muchos comerciantes entregan las llaves de sus almacenes a las federaciones sindicales para que controlen el reparto y los precios de los alimentos. Y durante el bienio, los jornaleros ocuparon aproximadamente 28.000 hectáreas de tierras incultas.

En septiembre de 1919 se publicó en Turín el programa de los Consejos de Fábrica, no por Gramsci, sino por los propios trabajadores de Fiat:

“1) Los Comisarios de fábrica son los únicos y autorizados representantes sociales de la clase proletaria, porque elegidos con sufragio universal por todos los trabajadores en el mismo lugar de trabajo (...) de los cuales los Consejos y el sistema de los Consejos representan la potencia y la dirección social (...)

“3) (...) Los sindicatos tendrán que continuar su actual función, que es la de negociar con los patronos buenas condiciones de salario, horario y normas de trabajo para el conjunto de los trabajadores de las diferentes categorías, dedicando todos sus conocimientos adquiridos durante las luchas del pasado (...). Los Consejos encarnan, en cambio, el poder de la clase obrera ordenada por taller, en contra de la autoridad patronal. Los consejos socialmente encarnan la acción de todo el proletariado en la lucha para la conquista del poder público, para la abolición de la propiedad privada.

“4) Los trabajadores organizados en los consejos (...) rechazan como artificial, parlamentarista y falso cualquier otro sistema que los sindicatos deseen seguir para conocer la voluntad de las masas organizadas. La democracia obrera no se basa en el número ni en el concepto burgués de ciudadano, pero sí en las funciones del trabajo, en el lugar que la clase obrera naturalmente asume en el proceso de la producción industrial (...)

“7) Las asambleas de todos los comisarios de los talleres de Turín afirman con orgullo y certeza que su elección y la formación de Consejos representa la primera afirmación concreta de la revolución comunista en Italia. Se compromete a dedicar todos los medios a su disposición para que el sistema de los Consejos (...) se difunda irresistiblemente y consiga en el menor tiempo posible que sea convocada una conferencia nacional de los delegados obreros y campesinos de toda Italia”.

Esa es la mejor respuesta a las acusaciones de “sindicalismo” que los dirigentes de la mayoría centrista del PSI atribuían a Gramsci y a los simpatizantes de L’Ordine Nuovo. En aquel momento en Italia, sindicalismo era sinónimo de anarquismo. La gravedad de la acusación se comprende mejor si se considera que el PSI se había formado a finales del siglo XIX al calor de la polémica contra el anarquismo.

La primera ofensiva patronal

En el curso de 1920, la burguesía cierra filas y toma la iniciativa. La huelga organizada por los consejos de Turín en abril de 1920 es utilizada como pretexto por el AMMA (la patronal metalúrgica) para un cierre patronal general de la industria, con la ayuda de los carabineros. La FIOM de Turín, dirigida por L’Ordine Nuovo, responde con una huelga que dura casi 20 días y que pronto implicará a medio millón de trabajadores de todo el Piamonte, incluidos los campesinos. El AMMA tenía claro la importancia nacional de la lucha y quiere por todos los medios destruir el movimiento de los consejos antes de que contagie al resto del país. Los trabajadores de Génova y de Liguria están listos para participar, pero los frenan los dirigentes reformistas de la CGL. La dirección del PSI huye de Turín para ir a debatir con tranquilidad, en otro sitio, los “detalles técnicos” de la construcción de los sóviets socialistas.

Turati propone superar la crisis aceptando la invitación del primer ministro a entrar en el Gobierno. Esta trampa pretende controlar a la clase obrera a través de sus dirigentes, y así parar la revolución, que Turati cree inmadura. Incluso Bordiga se pierde en una nebulosa de objeciones doctrinarias sobre los peligros que esconden los consejos obreros. Los trabajadores de Turín recurren a la clase obrera de toda Italia. Gramsci y sus compañeros proponen una huelga general nacional indefinida para alcanzar la insurrección. Los patronos no conceden nada. D’Aragona, jefe de la CGL, está decidido a recuperar el control de la situación. Sin consultar a la base, trata con el AMMA y “obtiene” un reconocimiento formal de los consejos. A cambio acepta que los consejos dejen de controlar la producción y las condiciones de trabajo en las fábricas.

De esta manera se consuma la primera traición. Traición porque el PSI, que durante tres años había hecho propaganda socialista en favor de la “dictadura del proletariado”, abandona todo contenido revolucionario en su estrategia, a pesar de que se había demostrado que los batallones pesados de la clase obrera estaban dispuestos a conquistar las fábricas porque deseaban la revolución y habían perdido el sueldo de un mes para defender los consejos de fábrica. Ahora debían resistir el hambre y la miseria.

Derrotada la larga ocupación, la propaganda reaccionaria de la burguesía tapiza los muros de todo el Piamonte y los patrones recuperan el control de las fábricas. El 1º de Mayo, la represión es brutal y dos trabajadores son asesinados por la policía y muchísimos son heridos. La clase obrera no cede ante la represión, mientras los medios de comunicación y los propios dirigentes obreros de la CGL y el PSI ridiculizan a los trabajadores considerando la huelga de abril como un “acto de ingenuidad, ilusión, infantilismo y romanticismo”. Pero los empresarios no han conseguido totalmente su objetivo; han probado al adversario y han entendido que los dirigentes son débiles, pero la clase no se considera derrotada. El odio a la burguesía y al Estado se extiende y profundiza por todo el país. Gramsci escribe: “Los entierros de los dos asesinados se transforman en una demostración indescriptible de potencia y disciplina; nacen nuevas fuerzas populares, nuevas multitudes se suman al ejército que acompaña a sus caídos al cementerio”. (La fuerza de la revolución, en L’Ordine Nuovo, 8/5/1920).

Los socialistas italianos y la Tercera Internacional

De esta experiencia, Gramsci, como Bordiga, alcanza la conclusión de que es necesario llevar a la mayoría del PSI a posiciones revolucionarias consecuentes. Se va a hacer necesaria una conexión estable con Bordiga y los otros comunistas del PSI. Al mismo tiempo se adhieren a la III Internacional las fracciones revolucionarias de los partidos europeos socialistas, los núcleos de los futuros partidos comunistas.

Al inicio del II Congreso de la Internacional Comunista (julio de 1920), los bolcheviques aún no saben nada del comportamiento reciente de los socialistas y de la CGL, pero durante su desarrollo Lenin se da cuenta de que solamente las posiciones políticas de L’Ordine Nuovo coinciden con el programa de la Internacional. Lenin declarará ante los congresistas: “Nosotros tenemos que decir a los compañeros italianos que la orientación que se corresponde con la de la Internacional Comunista es la de los militantes de L’Ordine Nuovo, y no la de la mayoría actual de los dirigentes del Partido Socialista y su grupo parlamentario”. Los dirigentes socialistas se muestran apabullados ante la insistencia de Lenin de romper con los reformistas del partido. Por otra parte, tanto Lenin como Trotsky y Bujarin no ahorran críticas a Bordiga por sus posiciones abstencionistas, ultraizquierdistas, aunque estas constituyan una reacción al reformismo del PSI.

Todos los asistentes al congreso llegan al acuerdo de que, tras la derrota de la primera revolución alemana y hasta que surja una nueva ocasión, Italia se ha convertido en el siguiente país en el que la revolución llamará a la puerta. Los dirigentes bolcheviques no dudan de que la consolidación, y la propia vida, de la revolución iniciada en Rusia depende en última instancia del éxito de la revolución en Italia y Alemania. De hecho, pese a haber resistido la ofensiva militar de los ejercitos imperialistas y la reacción zarista, la república soviética se encuentra en condiciones económicas muy inferiores a las de 1914. Ningún dirigente bolchevique, ni siquiera Stalin, duda del papel vital de la revolución en Alemania e Italia. Tanto es así que Lenin declara que, si fuera necesario, la Rusia soviética estaría dispuesta a sacrificarse por el éxito del proletariado alemán. Lenin presta una extraordinaria importancia a la formación de partidos genuinamente revolucionarios en Italia y, por encima de todo, en Alemania, país que habría podido arrastrar la república soviética lejos del atraso, si el proletariado alemán hubiera tomado el poder. Los bolcheviques habían entendido perfectamente qué quería decir Marx en La ideología alemana cuando escribió: “En ausencia de un desarrollo de las fuerzas productivas iguales por lo menos a los más avanzados países capitalistas, se generalizaría solamente la miseria, y por lo tanto con la necesidad volvería también la lucha por lo necesario y volvería toda la vieja mierda (...) solo con este desarrollo universal de las fuerzas productivas pueden tenerse relaciones universales entre los hombres. Lo que de una parte produce el fenómeno de la masa ‘sin propiedad’ a la vez en todos los pueblos, hace depender cada uno de ellos de las revoluciones de los otros”.

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Reunión del Consejo de Fábrica de la FIAT ocupada. 


Trotsky describió así las condiciones de la Rusia soviética: “Los tres primeros años que siguieron a la revolución fueron de una guerra civil franca y encarnizada. La vida económica se subordinó por completo a las necesidades del frente (...) Es lo que se llama el periodo del comunismo de guerra (1918-21) (...) Los objetivos económicos del poder de los sóviets se reducen principalmente a sostener las industrias de guerra y a aprovechar las raquíticas reservas existentes, para combatir y salvar del hambre a la población de las ciudades. El comunismo de guerra era, en el fondo, una reglamentación del consumo en una fortaleza sitiada” (La revolución traicionada, pág. 62).

Septiembre de 1920: la toma de las fábricas

Los empresarios, envalentonados por la primera batalla ganada en Turín, habían rechazado tratar con la FIOM la mejora de las condiciones de trabajo y los aumentos salariales para combatir la subida del coste de la vida. A finales de agosto de 1920, la FIOM cede ante la presión de su base y llama a la toma de las fábricas en toda Italia. En pocos días, la clase obrera está lista para la batalla. La dirección de la CGL, dominada por los seguidores de Turati, obstaculiza el desarrollo del movimiento y, sobre todo, bloquea la ocupación de las tierras por medio millón de trabajadores del norte dirigidos por Federterra. El 6 de septiembre, la dirección del PSI proclama que “el día de la libertad y de la justicia está próximo”, pero a pesar de los esfuerzos de la clase, el partido no había preparado ni la sublevación, ni el armamento de los trabajadores ni una dirección centralizada de las operaciones. No había hecho más que charlar. Después de diez días de resistencia, las fábricas todavía siguen ocupadas, pero sin una huelga general y sin consignas claras no se consigue organizar la toma del poder.

La derecha reformista de Turati toma la iniciativa para zanjar la lucha reuniendo a las direcciones del PSI y de la CGL. Para entender lo que sucedió es necesario aclarar que entre el partido y el sindicato se había llegado a un pacto años atrás: el sindicato dirigiría las luchas económicas y entregaría el mando al partido cuando la lucha se volviera política. Ninguno debía invadir el terreno del otro. Los dirigentes del PSI (mayoritariamente maximalistas) vieron en este pacto y en la cumbre organizada por D’Aragona la posibilidad de huir de la lucha sin perder la cara. Como no querían dirigir la toma del poder, maniobraron para quedar en minoría ante los reformistas cuando la cumbre decidió que la conferencia de la CGL votara la insurrección. El grupo de Serrati propuso que se votara “la invasión de los campos y de los talleres”, con la esperanza de encontrar un rechazo total por parte de los dirigentes sindicales, o sea, del ala derecha de su mismo partido. Pero, además del rechazo, se encontraron con toda la cúpula de la CGL ofreciendo dimisiones. En este punto, la dirección de la lucha obrera estaba completamente en manos de los centristas, que rehusaron su responsabilidad de organizar la toma del poder, negándose a sustituir a la cúpula del sindicato. De forma hipócrita y burlándose de L’Ordine Nuovo, preguntaron a Togliatti y Gramsci si podían, junto a sus compañeros de Turín, tomar el poder en Turín (capital de la revolución) y después defenderlo en toda Italia. Era evidente que el PSI de Turín no tenía por sí solo la fuerza ni las armas para llevar a cabo tamaña tarea en todo el país, como Gramsci tuvo que admitir. Además, en Turín estaba concentrado todo lo que quedaba del ejército, y los obreros solo tenían armas para defender las fábricas, pero no para una insurrección. Como consecuencia, los dirigentes centristas se justificaron así: “Si no podemos tomar el poder en Turín, donde la clase obrera está más organizada, tampoco podremos hacerlo en el resto del país”.

La historia nos enseña cómo largos periodos de incubación y aumento de las contradicciones del capitalismo pueden expresarse de manera concentrada en muy pocos meses. La derrota de la clase obrera fue tanto más traumática cuanto más alto fue el punto al que llegaron sus esperanzas. Más tarde, Gramsci reconocerá dos errores muy serios por parte del grupo de L’Ordine Nuovo: no haber constituido una oposición sindical arraigada en la CGL en Turín y a nivel nacional, para presentar una alternativa a la dirección reformista, y no haber organizado desde el primer momento una fracción comunista y revolucionaria en el PSI que tuviera como órgano nacional L’Ordine Nuovo.

En ese momento empieza seriamente, sostenido por la IC, el trabajo de preparación de la escisión de Livorno de enero de 1921, donde el PCI surgiría del PSI. El Bienio Rojo y la Revolución de Octubre han sido padre y madre del Partido Comunista de Italia. Ya en abril de 1920 Gramsci lo había comprendido todo: “La fase actual de la lucha de clases en Italia es la fase que precede a la conquista del poder político por el proletariado revolucionario (...) o una tremenda reacción de parte de la clase propietaria y de la casta dominante. Toda violencia será tenida en cuenta para someter el proletariado industrial y rural a un trabajo servil: se intentará destrozar inexorablemente a los organismos de lucha política de la clase obrera e incorporar los organismos de resistencia económica —sindicatos y cooperativas— a la estructura del Estado burgués”. De hecho, los grupos fascistas empezaron inmediatamente su ofensiva.

IV. El PCd’I, sección de la Tercera Internacional

El manifiesto de la fracción comunista fue suscrito por Bordiga, jefe y organizador, además de Gramsci, Terracini y Fortichiari. Este núcleo será la única base seria de la IC en Italia. En el congreso de Livorno, toda la FGSI, junto a cerca de 60.000 militantes del partido, se escinden del PSI para fundar el PCI. En los meses siguientes, frente a la entrada de 15.000 nuevos militantes en el PSI, la corriente maximalista de Serrati perderá 47.000. Sin embargo, en el partido permanecerán 80.000 militantes, de los cuales 62.000 son concejales o liberados de sindicatos o cooperativas obreras: el aparato burocrático del PSI. A través de este aparato, los socialistas mantendrán su dominio en la izquierda, frustrando las expectativas de Gramsci y Bordiga, que pensaban llevarse al PCI a la mayoría de los militantes socialistas.

El frente único

En junio de ese año, el III Congreso de la Internacional Comunista rechaza justificadamente la adhesión de los maximalistas Lazzari, Maffi y Serrati, poniendo como condiciones la expulsión de la derecha reformista y la aceptación del programa del Partido Comunista. Para todos está claro que el PCI necesita bastante tiempo para conquistar la mayoría de la clase obrera italiana. Lenin propone una solución fundada en la táctica de “abandonar a Serrati, pero luego aliarse con él”: el frente único político. El Bienio Rojo y el congreso de Livorno habían aclarado a los militantes más conscientes la necesidad de constituir un partido genuinamente revolucionario, comunista. Pero se necesitaba una táctica adecuada para extender esa conciencia a los trabajadores en el ámbito del viejo PSI y en la CGL. Para los bolcheviques, se trata de una táctica temporal que los comunistas italianos deben adoptar en el periodo de inevitable reflujo de la revolución, con el objetivo de defenderse eficazmente contra la reacción fascista del capitalismo italiano y ganar la mayoría de los trabajadores al PCI por medio de una explicación paciente del programa revolucionario y de las causas de la derrota.

Pero lo que es evidente para los bolcheviques resulta inaceptable para Bordiga y Gramsci. Solo unos años más tarde este comprenderá que los militantes fieles al PSI habrían necesitado mucho tiempo para entender la traición de sus dirigentes, mientras el conjunto de la clase obrera tardaría en levantar la cabeza tras la derrota de septiembre de 1920. A finales de 1921 serán miles los que romperán el carnet del PSI, pero sin adherirse al PCI. Lenin y Trotsky explicaban pacientemente la actitud de esos trabajadores a los comunistas italianos (igual que a los alemanes después del fracaso de 1919): “¿Qué nos asegura que el nuevo partido pueda ser mejor que el viejo PSI? ¿Cómo podemos estar seguros de que no seremos derrotados otra vez?”. El frente único —criticar las propuestas políticas de los dirigentes del PSI y al mismo tiempo ofrecer de forma compañera una alianza para luchar contra los fascistas y por mejoras económicas— hubiera sido la táctica adecuada para vencer esa comprensible desconfianza.

En aquellos años, Trotsky discutió asiduamente con Bordiga, que representaba a la mayoría de los comunistas italianos, sobre dos cuestiones fundamentales: la estrategia de la burguesía y las perspectivas para el fascismo. Bordiga afirmaba que los patronos italianos, para moderar la combatividad de la clase obrera italiana, pronto optarían por un Gobierno del PSI y, por tanto, el fascismo no constituiría un peligro real. A consecuencia de esto, el Partido Comunista no podía aceptar ningún frente con los socialistas porque fascismo y socialdemocracia no representarían más que dos caras de la misma moneda. Se trataba en esencia del mismo error que cometerá Stalin durante 1928-35, con consecuencias desastrosas en Alemania. Gramsci, un poco menos rígido que Bordiga, propone que como mucho se pueda ofrecer al PSI un frente único dentro de la CGL. Durante más de un año, se limitará a criticar al grupo parlamentario del PSI desde las páginas de L’Ordine Nuovo. El ultraizquierdismo le había conquistado, a pesar de las advertencias de Trotsky: “Preparación para nosotros significa la creación de condiciones tales para asegurarnos la simpatía de la gran mayoría de las masas (...) La idea de cambiar la voluntad de las masas con la decisión y la firmeza de la así llamada vanguardia se tiene que rechazar sin duda porque no es marxista (...) Las acciones revolucionarias son irrealizables sin las masas, pero estas no están constituidas por elementos absolutamente puros”. A decir verdad, la ocasión para el frente único sindical no faltará, y pronto se podrá observar claramente el comportamiento sectario del PCI.

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Piquete de guardias rojos en Turín en 1920. 


En los últimos meses de 1921, el Partido Popular sufre la escisión temporal de su ala derecha, conformada por los grandes latifundistas y la burguesía rural. En los campos de Cremona, secciones del PP se fusionan con los socialistas, y en otras zonas construyen juntos el sindicato. En octubre de 1922, también el PSI expulsará a la derecha de Turati. Esta vez Lenin apoyará el proyecto de fusión entre el PSI y el PCI, como una tarea de los comunistas para conquistar a la base militante del Partido Socialista. Pero ese proyecto se concretará demasiado tarde. El frente único hubiera acelerado el proceso en un momento en que el tiempo era un factor vital en la lucha contra el fascismo.

Los ‘Atrevidos del Pueblo’

Aunque las escuadras de los fascistas fuesen violentas, destructivas y desmoralizantes, aunque la derrota del Bienio Rojo hubiese sembrado mucha desilusión, no es correcto imaginar que toda la clase obrera se resignase a la derrota. Para entender mejor su gran disposición a luchar contra el fascismo y la burguesía, es oportuno hablar un poco de lo que pasó en 1921. A mitad de ese año nacen en Roma los Atrevidos del Pueblo, la oposición militar popular a la violencia de las escuadras fascistas (siempre apoyadas por la policía). Cansadas y heridas por meses de expediciones punitivas de los camisas negras fascistas, las masas trabajadoras acogen con entusiasmo el nacimiento de los Atrevidos. Por toda Italia, hartos de los crímenes fascistas, los trabajadores ven en la nueva organización esa voluntad de rebelión que nace del simple instinto por sobrevivir. Sin ninguna duda, la aparición de los Atrevidos del Pueblo es para el proletariado italiano el hecho más importante y significativo del verano de 1921. Tanto constituyéndose desde abajo o apoyándose en las secciones de la Unión Proletaria (la asociación de ex combatientes de la Primera Guerra Mundial vinculada al PSI y al PCI), centenares de trabajadores amplían inmediatamente cada núcleo de resistencia que nace. El nuevo Gobierno burgués dirigido por Bonomi mira con preocupación la resistencia de los Atrevidos del Pueblo porque pone en riesgo la propuesta de tregua entre los asustados parlamentarios socialistas y los fascistas. Los fascistas aceptan el “pacto de pacificación” para ganar tiempo, pero Mussolini pronto lo boicoteará. Mucho antes de Gandhi, los dirigentes socialistas inventaron la nefasta política de la resistencia pasiva y de la no violencia: sueñan con parar la violencia fascista con un pacto parlamentario.

El 6 de julio tiene lugar en Roma una importante manifestación antifascista, en la que participan miles de trabajadores armados: el eco llega hasta Moscú. Pravda del 10 de julio da una detallada información y el mismo Lenin, encantado con la iniciativa, no duda en señarlarla como ejemplo a seguir. Después de esta imponente manifestación, en unas pocas semanas la estructura paramilitar antifascista se convierte en una organización con raíces en la clase. Tomando en consideración las únicas secciones cuya existencia es cierta, ese verano la organización antifascista está estructurada, al menos, en 144 secciones que agrupan casi a 20.000 militantes del norte al sur de Italia: Génova, Spezia, Florencia, Piombino, Livorno, Pisa, Ancona, Terni, Iesi, Pavía, Parma, Piacenza, Bolonia, Brescia, Bérgamo, Vercelli, Turín, Milán, Catania y Taranto, por citar solamente las ciudades principales. Los Atrevidos del Pueblo representan una estructura militar ágil, capaz de converger en poco tiempo donde se prevé que los fascistas pueden atacar. Por otra parte, intentan también ejercer el control del territorio a través de marchas en las calles de las ciudades o con patrullas callejeras para identificar a los elementos profascistas.

Los animadores son los militantes de los movimientos y de los partidos políticos proletarios: comunistas, socialistas, sindicalistas, anarquistas y, en algunas zonas, también trabajadores del PP. Más allá de la resistencia armada, lo que une a estas diversas corrientes del movimiento obrero es la visión común del fenómeno fascista como reacción de clase. El perfil proletario del movimiento de los Atrevidos es obvio en todo el territorio nacional. Los ferroviarios son los más numerosos, los metalúrgicos son muchos, y también hay jornaleros, trabajadores de astilleros y portuarios, albañiles, carteros, tranviarios y campesinos pobres. Y, sobre todo, muchos jóvenes. Los Atrevidos del Pueblo crecen y recogen la adhesión del primer batallón de 300 guardias rojos comunistas de Turín. En el verano de 1922, expulsan de Parma a muchísimos fascistas armados. La juventud comunista está entusiasmada, militantes comunistas y socialistas forman por su propia iniciativa nuevos batallones en muchos sitios. En Génova se forman varias brigadas, entre ellas las “Lenin” y “Trotsky”. En los barrios obreros se recogen fondos para comprar armas.

En contraste con toda esta actividad de la clase obrera, L’Avanti! (órgano del PSI) del 7 de julio los ridiculiza: “Los Atrevidos del Pueblo se abandonan quizás a la ilusión de tener la posibilidad de enfrentarse con éxito a la acción armada de la reacción”. Gramsci pronto contesta en L’Ordine Nuovo del 15 de julio: “¿Son los comunistas contrarios al movimiento de los Atrevidos del Pueblo? Al revés: ellos aspiran al armamento del proletariado, a la creación de una fuerza armada proletaria capaz de derrotar a la burguesía, dominar la organización y el desarrollo de las nuevas fuerzas productivas generadas por el capitalismo”. Pero Gramsci no representa a la mayoría del Partido Comunista ni tiene la fuerza para contrarrestar el sectarismo y el prestigio de Bordiga. Gramsci se limitará a este artículo y poco más. Como un rayo, llega la directiva sectaria del Ejecutivo del PCI: “El encuadramiento militar revolucionario del proletariado tiene que constituirse dentro del partido”. Y poco después del pacto de pacificación del PSI, añade: “Se tomarán las medidas más duras contra los militantes que desean incorporarse a los Atrevidos del Pueblo o ponerse solamente en contacto con tal organización”. Se llega a la paradoja de considerar a los organizadores de los Atrevidos como fascistas y provocadores. Todas las limitaciones de la dirección comunista se hacen evidentes. Los dirigentes saludaban con entusiasmo los sóviets rusos, pero no entendían su naturaleza, al igual que con la cuestión de la autodefensa obrera. En ambos casos se trata de estructuras que surgen de las exigencias de la clase obrera en la lucha política y militar. Bordiga y los jefes comunistas, en cambio, aspiran a la subordinación automática de las masas en lucha a las estructuras del partido. Esta superficialidad no tiene en consideración para nada la heterogeneidad de la conciencia política de los diferentes sectores de la clase obrera que, por cierto, no desaparece en una época revolucionaria. Es más, denota una amplia infravaloración del fascismo tanto militar como políticamente. Los Atrevidos del Pueblo habían entendido lo que los dirigentes revolucionarios no percibían.

Las consecuencias de la oposición de los dirigentes socialistas y comunistas a fortalecer estos organismos de autodefensa obrera son desastrosas: los militantes socialistas abandonan los Atrevidos y los del PCI se refugian en las brigadas comunistas, para alivio del Gobierno y de la oposición parlamentaria socialista. Como era de suponer, las bandas fascistas vuelven con bríos renovados a devastar e incendiar sedes sindicales, socialistas y comunistas y a asesinar a sus militantes. Policía y carabineros se lanzan a reprimir a los 4.000 militantes a que quedan reducidos los Atrevidos a finales de 1921. La traición de los dirigentes socialdemócratas y el sectarismo de los líderes del PCI impiden la resistencia. Al tiempo, en Gramsci y Tasca comienzan a surgir las primeras dudas a raíz de las críticas que Lenin y el Comité Ejecutivo de la IC enviarán por correo al PCI: “¿Dónde estaban en ese momento los comunistas italianos? Estaban ocupados en examinar con lente de aumento el movimiento para decidir si era suficientemente marxista y en conformidad con el programa (...) El PCI tenía que penetrar desde el primer momento de manera enérgica en el movimiento de los Atrevidos, agrupar alrededor de sí a los trabajadores y convertir en simpatizantes a los luchadores procedentes de las capas medias (...) poner a elementos de confianza a la cabeza del movimiento. El partido comunista es el cerebro y el corazón de la clase obrera y, para el partido, no hay movimiento de los trabajadores demasiado bajo o demasiado impuro (...) vuestro joven partido debe utilizar cada posibilidad para tener contacto con los trabajadores de las masas obreras y para vivir con ellos. Para nuestro movimiento es más y más favorable cometer errores con las masas que no cometerlos lejos de ellas, encerrados en el limitado círculo de los dirigentes del partido, afirmando la castidad como principio”.

La autodefensa era el arma de la clase obrera italiana en la guerra civil que la burguesía desató desde 1920 contra los sindicatos, las organizaciones campesinas y las municipalidades socialistas y comunistas. En el congreso de Lyon, con el partido en plena clandestinidad, Gramsci reconsiderará las enseñanzas de los Atrevidos, pero mientras tanto habrá debilitado su propio partido marginando a buenos militantes y organizadores. En 1921 no estaba solamente en juego una oposición eficaz al fascismo, cuyos resultados habrían podido ser favorables, sino que, sobre todo, el PCI habría podido experimentar en la práctica la táctica del frente único, que le habría permitido ganar mucha autoridad ante los ojos de los militantes socialistas y también ante amplios sectores de la clase obrera.

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Fundación del PCI, Livorno, 1921. 


Segundo Congreso del PCI

Gramsci no tuvo desde el principio una posición clara de cómo luchar contra el fascismo. En agosto de 1921 escribe: “Contra el avance de la clase obrera se coaligarán todos los elementos reaccionarios de los fascistas, de los populares, de los socialistas: los socialistas serán, de hecho, la vanguardia de la reacción antiproletaria porque conocen mejor las debilidades de la clase obrera”. Mientras tanto, en las elecciones de abril, el PSI sigue siendo el primer partido aunque pierda 30 escaños, y el PP el segundo, entre el yunque de las presiones de la base y el martillo reaccionario del Vaticano. Pero el Papa y la Confindustria (la patronal) no necesitan más los servicios de Turati y de Serrati, ya pueden utilizar sus propias armas porque el peligro de insurrección ha pasado.

En marzo de 1922 se celebra en Roma el II Congreso del PCI, con Gramsci presente. En el mismo se rechaza, con casi el 90% de los votos, la táctica de frente único y se aprueban las tesis de Bordiga: la lucha más dura hay que darla contra la socialdemocracia como ala izquierda de la burguesía. Sobre este punto, los bolcheviques siempre distinguían entre la dirección traidora de la socialdemocracia (que de verdad actúa como ala izquierda de la burguesía) y su base obrera. Los comunistas italianos, al no ofrecer el frente único, consiguen cerrarse el camino hacia la base obrera socialista. Para comprender las razones de este error es necesario tener en cuenta que solamente había transcurrido un año desde la escisión de Livorno, y el resentimiento hacia los maximalistas era enorme. El congreso trata la cuestión de la reforma agraria solo de forma muy general. La labor de agitación en el ejército la discute la FGCI, pero no el conjunto del partido. En cuanto al balance del trabajo sindical, la fracción comunista calcula gozar de un 20% de apoyo dentro de la CGL. Esto gracias a la consigna de huelga general contra los fascistas, contra el desempleo de masas y por la subida de los salarios mermados por la inflación. Pero la discusión sindical es monopolizada por las maniobras de los dirigentes reformistas y no se centra en la importancia de aprovechar la oportunidad que se está presentando en aquellas mismas semanas.

El frente único sindical

En la primavera de 1922, la necesidad de defenderse de las sangrientas agresiones fascistas y de la crisis económica empuja a la clase obrera a volver a la batalla, que será muy intensa entre junio y julio. El ambiente de unidad desde la base fuerza a los sindicatos a formar la AIL (Alianza Italiana de los Trabajadores), que las cúpulas intentaron usar para controlar a los trabajadores. La AIL está formada por CGL (1.850.000 afiliados en 1922, de los que 415.000 son la minoría comunista; la mayoría se reparte entre maximalistas y fieles a Turati y D’Aragona), USI (sindicato anarco-sindicalista escindido en 1912 de la CGL, 320.000 afiliados), UIL (175.000 afiliados), SFI (sindicato ferroviario anarquista, 120.000 afiliados) y FLP (portuarios, 100.000 afiliados). Al principio, el PCI no participa en las reuniones y lanza mensajes contradictorios a sus militantes, entre la participación crítica y el boicoteo. Las divisiones en la CGL reflejan las fracturas en el seno de PSI, que llevarán más tarde a la expulsión de los reformistas (PSU). Los dirigentes comunistas de la CGL rechazan cualquier colaboración con los maximalistas, aunque hayan comenzando un rentable trabajo dentro de la USI, donde existe un importante sector que se orienta a la III Internacional. El sector más combativo de la AIL podría suponer unos 700-800.000 trabajadores, si sumamos la fracción comunista de la CGL, USI, ferroviarios y portuarios. Si Bordiga y Gramsci hubieran aprovechado este frente único sindical nacido de la base, en vez de boicotearlo, podrían haber arrastrado a la mayoría de los trabajadores a la huelga general propuesta por el PCI. Aunque la consigna de formación de comités unitarios de autodefensa obrera no fue lanzada por los comunistas, sí habrían podido transformarse en consejos —de fábrica, barrio y pueblo— durante la batalla antifascista.

A menos de dos años del Bienio Rojo, la clase obrera protagoniza una nueva oleada de luchas contra el fascismo. Pero, una vez más, los obreros permanecen sin guía. De hecho, Turati llamará a la “Huelga por la Legalidad” (para que el Gobierno pare los pies a los fascistas) y además espera hasta finales de agosto, cuando la clase está ya muy cansada después de meses de batalla desarticulada y desarmada contra la represión. Lógicamente el PCI acaba por perder militancia, quedándose con tan solo 24.500 miembros. Las persecuciones fascistas se hacen insoportables y fuerzan a los comunistas a la semiclandestinidad. En octubre, Mussolini marcha sobre Roma junto a pocos miles de fascistas, y para convencer al Rey de que lo acepte como jefe del Gobierno bastan tres telefonazos: uno desde el Vaticano, otro desde Confindustria y el último desde el Gobierno liberal dimisionario.

Paralelamente se desarrolla el IV Congreso de la Internacional, que debe revisar la derrota italiana. En ese momento parece que puede empezar la colaboración del PSI de Serrati con los comunistas, pero ya es demasiado tarde. Poco después, la policía detendrá a Bordiga y Grieco. En el Ejecutivo del PCI entrarán Gramsci, Togliatti y Scoccimarro. Los camisas negras destrozan la sede de L’Ordine Nuovo en Turín y apalean a un hermano de Gramsci, confundiéndolo con este. Trotsky escribirá más tarde: “El partido comunista no se daba cuenta del alcance del peligro fascista, se nutría de ilusiones revolucionarias (...) Se representaba el fascismo solo como reacción capitalista. (...) no distinguía las características particulares del fascismo, determinadas por la movilización de la pequeña burguesía contra el proletariado, (...) exceptuando a Gramsci, no admitía tampoco la toma del poder por parte de los fascistas (...). Pero no hay que olvidar que el fascismo italiano no era en aquél periodo más que un nuevo fenómeno en formación: habría sido difícil incluso para un partido con experiencia definir sus características específicas” (La revolución alemana y la burocracia de Stalin, enero de 1932).

V. La evolución del PCd’I

La verdad es siempre revolucionaria

A finales de 1922, Gramsci viajará a Moscú y Viena como representante italiano de la IC. En Rusia aprovecha para curarse en una clínica y conoce a Julca Schucht. Tenía 32 años. Durante su estancia en Moscú, discutió ampliamente con Trotsky y se convenció de la corrección de la táctica del frente único. Al mismo tiempo, Lenin entra en la fase más crítica de su enfermedad, que le incapacitará para la vida política hasta su muerte en 1924.

Para comprender lo ocurrido a partir de esa época en el movimiento comunista es necesario explicar las razones que llevaron a la degeneración del Partido Comunista de la Unión Soviética y de la Internacional Comunista después del IV Congreso, el último que se basó en la política marxista y en el que Lenin y Trotsky desempeñaron un papel importante. Con eso aclararemos el contexto internacional de la correspondiente degeneración del PCI, a la que Gramsci no opuso ninguna resistencia. El V Congreso de la IC se celebró dos años después del IV y el VI no se celebraría hasta cuatro años después (1928), cuando ya la estructura y el funcionamiento del Partido Comunista soviético y de la IC habían sufrido cambios radicales.

La degeneración de la Revolución rusa

Tras la muerte de Lenin, las contradicciones económicas y sociales que se habían acumulado en Rusia se expresaron en una larga batalla política entre Trotsky y la ascendiente burocracia del partido. Las raíces de esta lucha están en el atraso económico y social de Rusia y en la derrota definitiva de la Revolución alemana a finales de 1923, que cerró el ciclo revolucionario en Europa. La larga guerra civil que estalló cuando los ejércitos de veintiún potencias capitalistas invadieron el Estado obrero, reduciendo el país a un caos económico y haciéndolo retroceder décadas. El cansancio y la disminución numérica del proletariado ruso contrajeron de forma dramática la base social de la revolución y del poder obrero.

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Gramsci en Viena, 1923. 


En esta situación, la Nueva Política Económica (NEP) establecida por Lenin en 1921 representó la única salida posible al comunismo de guerra. Se trataba de hacer concesiones a la economía de mercado en el sector agrícola, para evitar la insurrección de los campesinos contra el poder soviético y para aumentar la producción comenzando por los bienes de primera necesidad: la comida. Todo esto mientras se esperaba que la revolución alemana liberase a la URSS del cerco capitalista y de su propio atraso. La NEP, de cuyos efectos contradictorios Gramsci estaba informado, trajo un fuerte alivio al país, sentando las primeras bases para salir de la situación, pero al mismo tiempo favoreció el resurgimiento de tendencias pequeñoburguesas en el campo y la ciudad y fortaleció a los kulaks (campesinos ricos) y a los nepmen (comerciantes, intermediarios y pequeños industriales enriquecidos gracias a la NEP). A estos sectores, en rápida ascensión, se añadían dos capas sociales: la vieja burocracia estatal heredada del pasado zarista y los técnicos de la industria que no habían huido al extranjero, a los que la clase obrera necesitó en un primer momento por la imposibilidad de sustituirlos a corto plazo. Estos no habrían trabajado si les hubiesen quitado todos los privilegios a los que estaban acostumbrados. Incluso hubo que hacerles concesiones. Es fácil comprender por qué el proletariado fue aplastado socialmente y, en consecuencia, expropiado políticamente.

Del atraso económico, el aislamiento de la revolución y el exterminio de centenares de miles de comunistas y obreros avanzados en la guerra civil surgió una casta burocrática que cuajó en todos los niveles del Estado. Una casta que empezó a ver en el proletariado ruso y del resto del mundo una amenaza, una casta que se expandía día a día, volviéndose incontrolable por la débil y agotada clase obrera soviética. La burocracia adquiría conciencia de sí misma y rápidamente encontró su expresión política, imponiéndose en el seno de los sóviets y del Partido Comunista. Stalin se hizo su portavoz.

Paralelamente, la IC se convirtió en una sucursal del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético, anteponiendo los intereses de la burocracia a los de la revolución mundial. La derrota de la revolución en Occidente favoreció enormemente este fenómeno. El propio Gramsci comparó el papel de la burocracia estatal borbónica italiana al de la burocracia zarista rusa, destacando, por un lado, la fuerza de la inercia y, por otro, la imposibilidad de su sustitución en condiciones de atraso económico. Según Gramsci, la burocracia había sobrevivido en ambos casos a la caída del régimen que la había originado sobre todo por su peso en el aparato económico y administrativo y por el atraso del país. Pero contrariamente a Bordiga, Gramsci no consideró suficientemente las repercusiones de estos procesos en el interior del PCUS y de la IC. Trotsky profundizó los primeros análisis de Lenin sobre este problema, describiendo a la casta burocrática como un grupo social con intereses propios y tendencia a reproducirse, aunque sin ocupar un papel específico en la producción.

Los giros bruscos que caracterizaron la política estalinista dependían de los intereses de la casta usurpadora: fue así cómo los primeros involuntarios peones de la burocracia, Zinóviev (a la cabeza de la IC), Kámenev y Stalin (a la cabeza del partido) empezaron la lucha política contra Trotsky. En el otoño de 1924, Trotsky publica Lecciones de Octubre, donde respondió a las acusaciones de desviarse del bolchevismo ilustrando las vacilaciones que tuvieron Zinóviev, Kámenev y Stalin en la fase decisiva de la revolución de 1917. Lecciones de Octubre compara las indecisiones de los dirigentes bolcheviques cuando Lenin y Trotsky estaban ausentes con las de Zinóviev y Kámenev en la revolución alemana de 1923, que causaron la derrota y la pérdida de la última ocasión para romper el aislamiento ruso. A escala internacional, la troika formada por Stalin, Zinóviev y Kámenev subestimó la gravedad de aquel fracaso y, contrariamente al análisis de Trotsky, preveía en el futuro inminente nuevos ascensos revolucionarios en Alemania. La publicación de Lecciones de Octubre, junto a las críticas de Trotsky a la prolongación de la NEP, hizo que estallara abiertamente la guerra contra él. Cuando a finales de 1925 Zinóviev y Kámenev admitieron la corrección del análisis de Trotsky y se opusieron a la teoría estalinista del “socialismo en un solo país”, Stalin se alió con Bujarin. Mientras tanto, Zinóviev y Kámenev se unieron con Trotsky y la Oposición de Izquierdas en lo que se denominó la Oposición Conjunta, pero el poder de Stalin y la burocracia ya era enorme.

Desde entonces, la unidad y homogeneidad política de los partidos comunistas fue la excusa tras la cual se escondió la imposición de un nuevo dogma: la infalibilidad del secretario general y de la Internacional, y con este dogma, la aceptación acrítica de la teoría antimarxista del socialismo en un solo país. La postura revolucionaria de los bolcheviques se transformó, en 1924, en una alianza sin principios con fuerzas pequeñoburguesas y burguesas en numerosos países (EEUU, China, los Balcanes...), idealizando al campesinado como una clase revolucionaria homogénea, en completa contraposición a lo que Lenin y Trotsky habían defendido en la Revolución de Octubre.

Según avanzaba la degeneración, Stalin no solo rompió con el marxismo al defender la teoría del socialismo en un solo país, lo que equivalía a abandonar la perspectiva internacionalista de la revolución, sino que recuperó la reformista “teoría de las dos etapas”, y no solo para los países subdesarrollados y coloniales, también para los países capitalistas avanzados. Esta teoría considera que el proletariado debería apoyar a la burguesía nacional de los países atrasados en su lucha contra los vestigios del feudalismo. De esta manera, la realización de las tareas de la revolución democrática daría paso a un periodo de desarrollo capitalista, que posteriormente plantearía las tareas de la revolución socialista. La consecuencia de esta política menchevique fue la trágica derrota de la primera Revolución China en 1925-27. En nombre de la alianza con los campesinos y la burguesía “progresista”, el PC chino fue obligado a renunciar a su programa de reforma agraria y nacionalización de la industria bajo control obrero y a disolverse en el seno del Kuomintang (el partido burgués). Stalin y Bujarin terminaron por destruir la revolución. El Kuomintang se lo agradeció masacrando a cientos de miles de comunistas.

En el caso de países capitalistas más avanzados, como Francia o España, Stalin impuso la política del Frente Popular, es decir, el sometimiento del proletariado al programa de una supuesta “burguesía progresista” en aras de la defensa de la “República democrática”. El alcance funesto de esta estrategia fue la derrota de la revolución en ambos países en los años treinta.

El “Gobierno obrero y campesino” y la dictadura fascista

A la vuelta de Viena, Gramsci encuentra al Partido machacado por la represión: 1923 había sido el año de la caza al comunista, con la que el Gobierno y la monarquía intentan, entre otras cosas, evitar la fusión del PCI con el PSI.

Millares de militantes y dirigentes comunistas son detenidos y los fondos, confiscados. Solamente en Turín, en pocas semanas son asesinados 23 dirigentes políticos y sindicales. La estructura del partido estaba prácticamente destruida, organizativa y físicamente. Por otra parte, el partido se había sometido a las decisiones de la Internacional solamente de manera formal y disciplinaria, pero seguía rechazando la táctica del frente único contra el fascismo. En Viena, Gramsci se había negado a firmar un documento —propuesto por Bordiga y la mayoría del partido, Togliatti incluido— de oposición a la línea de la IC, que todavía no había caído en el proceso de degeneración.

Gramsci, que vuelve aún enfermo, intenta construir una fracción en el PCI, para contrarrestar la línea sectaria de los comunistas italianos. Junto con Togliatti, funda en los primeros meses de 1924 L’Unitá, el órgano de la inminente fusión con el PSI, que seguirá siendo el diario oficial del PCI hasta el año 2000.

En aquel periodo, Mussolini había asestado otro duro golpe a la clase obrera con el primer recorte drástico de los salarios. A pesar de la existencia de Parlamento, mes a mes el régimen se hacía más despótico. Cuando el 10 de junio de 1924 los camisas negras, por orden de Mussolini, asesinan al diputado socialista Matteotti (L’Unità tituló “¡Abajo el Gobierno de los asesinos!”), el régimen conoce varias semanas de incertidumbre: las ciudades industriales y los jornaleros del norte y del sur —agobiados por la alianza entre terratenientes, sacerdotes y fascistas— están al límite de su paciencia. Esperan en vano del PSI y la CGL las directrices necesarias para enfrentarse al débil Gobierno fascista, y tan grande es la indignación popular que el PCI aprovecha para lanzar una campaña de afiliación que da resultados: ve duplicada su militancia. L’Unità imprime ahora 40.000 copias diarias. Para forzar una intervención del rey contra Mussolini, los partidos de izquierda y de la burguesía “democrática” abandonan el Parlamento y se retiran durante meses al Aventino, una de las colinas de Roma.

Desde allí, Gramsci intenta desenmascarar ante las masas la pasividad de los maximalistas (PSI), la derecha socialista de Turati (PSU) y los partidos burgueses (republicanos, nacionalistas sardos, populares y democráticos). Por supuesto, la consigna que los comunistas proponen en el Aventino (“Por un Gobierno republicano de todas las fuerzas antifascistas y antimonárquicas sobre la base de los consejos obreros y campesinos”) es rechazada En las fábricas y entre los campesinos pobres la versión será: “Gobierno obrero y campesino”. De hecho, esas versiones se mezclan en la propaganda de L’Unità. Los socialistas confirman su enorme desconfianza en las masas, mientras que el sector “democrático” de la burguesía demuestra nuevamente que teme más a la clase obrera que al fascismo. Con la tendencia al reflujo de las masas, y debido al sectarismo del PCI en los años anteriores, el intento de desenmascarar a los partidos democráticos y socialistas no obtiene resultados satisfactorios. CGL, PSI y PSU rechazan la huelga general promovida por los comunistas. En la práctica, el programa lanzado por Gramsci en aquel momento (verano de 1924) era abstracto y muy confuso: en lugar de hacer énfasis en la necesidad de una política de independencia de clase del proletariado, adopta de hecho la consigna de un “contraparlamento” burgués como contrapoder al fascismo. Además propone que lo sostengan los consejos obreros (inexistentes) y campesinos. Esto suponía un error si se considera que las instituciones estatales de la burguesía apoyaban descaradamente al fascismo, algo de lo que sí era consciente la clase obrera.

El frente único antifascista concebido por Lenin y Trotsky preveía, en cambio, la exclusión de todo partido burgués, la absoluta independencia política de la clase obrera frente a la burguesía y las clases medias. De hecho, la consigna de los comunistas italianos no tiene mucho éxito entre las masas trabajadoras. Gramsci espera que las capas medias indignadas por el asesinato de Matteotti dejaran de apoyar a Mussolini. También está convencido de que “el Gobierno obrero y campesino” pueda atraer a la pequeña burguesía arruinada por la crisis económica. Pero se equivoca. La autodefensa armada de la clase obrera se disuelve por la política equivocada de las direcciones obreras —la falta de armas— y porque el Estado retoma el control del ejército. Los Atrevidos del Pueblo y el frente único sindical ya no existen. También la difusión de consejos obreros y campesinos en las fábricas y los campos no se produce porque estos organismos solo nacen de las masas en los momentos de ascenso revolucionario, como demuestra la experiencia de Turín en el Bienio Rojo.

Agrupar a las masas alrededor de las consignas del PCI se revela imposible: se están pagando los errores y el sectarismo de los cuatro años anteriores. También la CGL está muy débil, y dentro de ella los reformistas boicotean con éxito a los comunistas. En ausencia de oposición, Mussolini recupera la confianza y el fascismo toma definitivamente el mando. Ya no habrá ocasiones para los demás.

‘Bolchevización’ y degeneración del PCI

Gramsci, junto con Zinóviev, cree que Mussolini caerá en muy poco tiempo, y ambos adoptan una táctica errónea. No piensan en reforzar con tiempo la estructura clandestina del partido, de organizar la retirada para preservarlo de la represión, sino que deciden reclutar a masas inexpertas de jóvenes obreros y campesinos. Pero solo consiguen exponer al PCI a los golpes de los fascistas y a las pesquisas policiales. Considerando que la clase obrera está en retirada, hubiera sido necesario defender la mera existencia del partido. La protección de las estructuras y la paciente formación de los cuadros del partido adquieren gran importancia en estas circunstancias. En cambio, la marginación de la izquierda de Bordiga del partido no hará más que debilitarlo y distraerlo de sus tareas, teniendo en cuenta que la gran mayoría de los cuadros apoyan a Bordiga.

En 1924, Gramsci, Tasca, Togliatti (que sustituye a Gramsci en el Comité Ejecutivo Internacional) y Scoccimarro empiezan su campaña por el control del partido y la liquidación burocrática de la izquierda. Gramsci solo controla la Central (la ejecutiva nacional), mientras que Bordiga tiene una gran autoridad sobre la mayoría de los cuadros locales y, por tanto, de la base. En la conferencia clandestina de Como (1924), empiezan los ataques de la Central, equiparando a Bordiga con Trotsky y definiendo a ambos como “opositores estériles y dañosos para la unidad del partido”. Pero lo cierto es que nadie en Italia conoce las posiciones políticas de la Oposición de Izquierdas de Trotsky. Gramsci y sus compañeros de la Central piensan que las bases del régimen fascista no pueden reforzarse más de lo que ya están y que la revolución no está lejos. Por eso quieren liberarse con tiempo de la influencia de Bordiga. A la vez, el proyecto de reestructuración política y organizativa del partido coincide con un cambio desfavorable en la correlación de fuerzas entre las clases en Rusia, Italia y el resto de Europa.

En aquel momento, la línea política de la troika (Zinóviev, Kámenev, Stalin) para “bolchevizar” la Internacional —que en la práctica significaba adecuar la vida interna y la política de los diferentes partidos a la lucha contra el “trotskismo” y la defensa del aparato dirigente del PCUS— se transforma en un mandamiento también para Gramsci, que empieza a pensar que “la voluntad y la fuerte disciplina bolchevique”, sostenidas por la “férrea unidad leninista del partido”, pueden superar toda dificultad. La vena idealista de Gramsci sustituye el análisis científico de Trotsky sobre los problemas de la Revolución Rusa. Bordiga, miembro del Ejecutivo de la IC, que no entabló contacto con Trotsky hasta 1924 y no conocía sus posiciones, le defenderá en 1926 en una reunión del Comité Ejecutivo Internacional ampliado. Su crítica tendrá como base la exclusión de los partidos comunistas europeos del debate sobre los problemas internos del PCUS, comportamiento completamente ajeno al internacionalismo proletario que había caracterizado a la IC. Bordiga tampoco aceptará la criminalización de las fracciones, afirmando que “las fracciones en el partido son la historia de Lenin”.

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Angelo Tasca. 


Desde el verano de 1924 hasta la primavera de 1925, Gramsci, Togliatti y Scoccimarro desencadenan la campaña de desmantelamiento de los cargos dirigentes del partido y de la mayoría de los cuadros. Entre junio y julio de 1925, L’Unità, ahora clandestina, titula: “El partido se refuerza combatiendo las desviaciones antileninistas”, “Los miembros del Comité de Intesa [los bordiguistas] están en contra de la Internacional”, “El Comité de Intesa, en contra del espíritu proletario del partido” o “¡Contra el fraccionalismo, por una unidad de hierro del partido!”. El Comité de Intesa había nacido como conexión ideológica entre los dirigentes víctimas de la campaña de Gramsci. Podemos imaginar el efecto que esta campaña tuvo sobre los nuevos y mal preparados militantes del partido, que ahora constituían la mayoría.

El ejecutivo del PCI organizó incluso una policía interna para vigilar a los “sospechosos”, supervisar e impedir las reuniones de la izquierda y promover la destitución de aquellos dirigentes (elegidos democráticamente en el último congreso) que habían construido el partido. Se nombran abundantemente desde la cúpula nuevos responsables, menos conscientes pero que obedecen ciegamente a la troika italiana. El chantaje económico sobre los liberados y cuadros comunistas funciona a la perfección, dadas las dificultades económicas y el régimen fascista. Los comités locales y federales del partido son disueltos y sus miembros son “desterrados” a las unidades más fieles a la Central. De acuerdo con Humbert-Droz, el delegado en Italia de la IC, el congreso se retrasará hasta la victoria de la “bolchevización”. Acabará por celebrarse en 1926 en Lyon, cuatro años después del anterior.

El clima de intimidación interna se revela en palabras de Gramsci como estas: “Ninguna tolerancia para ninguna tendencia, el leninismo es un sistema integral: o se acepta en bloque o se rechaza”. Y también: “Es necesario infundir en las masas del partido una convicción muy arraigada del principio de lealtad hacia el Comité Central. Las iniciativas que quieren fraccionar (...) deben encontrar en la base una reacción espontánea e inmediata que las entierre antes de nacer. La autoridad del CC, entre un congreso y otro, nunca debe ser discutida y el Partido debe convertirse en un bloque homogéneo” (“Significación y resultados del III Congreso del PCd’I”, L’Unità, 24/2/1926). El mismo proceso se produce en los partidos comunistas de Francia, Alemania, Polonia, Republica Checa, Eslovaquia, Noruega, EEUU y muchos otros países.

En Italia, la línea de Gramsci prevalece con el 90,8% de los votos en el congreso nacional. El “reglamento” para los congresos locales había sido el siguiente: todos los compañeros que no votan por la izquierda se consideran votos para la Central; no valen las abstenciones; los compañeros que no puedan ir a los congresos locales pero que quieren votar a Bordiga pueden hacerlo por carta (exponiéndose al control de la policía). El resto de los ausentes se cuentan como votos para la Central. Un ejemplo: un congreso en el que solo hubiesen podido participar 15 de los 60 delegados y en el que 11 votos fuesen para la izquierda y 4 para la Central, se computaba como 49 votos para la mayoría (o sea, la diferencia entre los 60 delegados y los 11 de Bordiga).

Después del congreso, Gramsci admitiría que no se discutió del programa, ni de la situación de Italia ni de las perspectivas para el fascismo. Solo se pensaba en destruir a la izquierda. Bordiga y sus compañeros critican los métodos de votación en los congresos, mientras que Gramsci destaca los esfuerzos y sacrificios de los compañeros de base en la clandestinidad, consiguiendo ridiculizar las críticas. El discurso de Gramsci duró cinco horas y cuando a continuación empieza a hablar Bordiga, los delegados están agotados.

En el mismo año del congreso la dictadura se endurece y se ilegaliza al PCI. Las tesis de Gramsci en Lyon confirman su paso atrás.

La Asamblea Constituyente y la ruptura con el estalinismo

Al mismo tiempo en la URSS, la burocracia “soviética” (los sóviets quedaron reducidos a cascarones vacíos hasta que desaparecieron incluso formalmente al comienzo de los años treinta) se deshizo de toda oposición, primero de Trotsky y, a continuación, de Kámenev, Zinóviev y el resto de los dirigentes bolcheviques. Stalin se dio cuenta de que la NEP había reforzado mucho a la nueva burguesía. Ahora, kulaks y nepmen amenazaban los intereses de la casta burocrática, que se basaba en la propiedad colectiva de los medios de producción y en el monopolio del comercio exterior.

Stalin dio entonces un giro a la “izquierda”y puso en marcha la campaña de “eliminar a los kulaks como clase” y de industrialización a marchas forzadas. En 1929, se deshizo de su último aliado, Bujarin, y Trotsky fue exiliado. Afectada por la experiencia china, la burocracia adoptó internacionalmente la política ultraizquierdista del llamado tercer periodo: para el aparato estalinista, el principal enemigo de la revolución lo constituían los socialistas, que eran considerados como socialfascistas. Esta desgraciada política hundió en el sectarismo más loco a los partidos comunistas europeos, entre ellos al KPD (Partido Comunista Alemán), que combatió encarnizadamente a las organizaciones socialdemócratas y sus sindicatos, renunciando al frente único con la socialdemocracia para luchar contra el nazismo.

Poco después del congreso, Gramsci es detenido y encarcelado. En la celda le informan de las medidas disciplinarias del bloque formado por Stalin y Bujarin dirigidas no solo contra Trotsky, sino también contra Kámenev y Zinóviev. Turbado por la magnitud del enfrentamiento, Gramsci intenta oponerse y envía, por medio de Togliatti, una carta al Comité Central del PCUS, expresando su preocupación por el debilitamiento y la división del partido, pero sin entrar en consideraciones políticas. Togliatti hará de todo para evitar entregar la carta. En 1930 explotará en el Comité Ejecutivo del PCI la polémica sobre el socialfascismo: Togliatti expulsará a Pietro Tresso “Blasco”, Leonetti y Ravazzoli, que rechazaban la nueva línea. Más tarde, Tresso fundará la NOI (Nueva Oposición Italiana) y los tres se unirán a la Oposición de Izquierdas Internacional de Trotsky. Tresso, alumno de Gramsci y hasta 1930 responsable de la estructura clandestina del partido, será uno de los fundadores de la IV Internacional en 1938. Detenido en 1942 en Francia por el Gobierno de Vichy, Stalin y Togliatti lo mandarán asesinar en 1943, después de haber sido liberado por los comunistas franceses.

Entre 1929 y 1930, a través de los camaradas que llenaban las prisiones fascistas, Gramsci se enterará de la nueva línea del tercer periodo y no la compartirá, como atestiguaron su hermano Gennaro, Athos Lisa y el socialista Sandro Pertini. Debido a estas críticas políticas, las campañas internacionales para la liberación de Gramsci cesarán entre 1930 y 1934 por orden de Moscú. En la necrológica de Gramsci escrita por Tresso en 1937 y publicada en el boletín de la NOI y en La Lutte Ouvriere se dice: “Podemos afirmar incluso que, al menos después de 1931 y hasta 1935, la ruptura moral y política de Gramsci con el partido estalinizado era completa. La prueba es que durante estos años la prensa comunista enmudeció acerca de la campaña para la liberación de Gramsci. (...) Se había destituido a Gramsci oficialmente, puesto que era jefe del Partido y en su lugar se había puesto a ese payaso dispuesto a todo ¡que se llama Ercoli [Togliatti]! Los compañeros salidos de prisión nos han informado, hace dos años, que Gramsci había estado expulsado del Partido, una expulsión que la dirección había decidido ocultar al menos hasta que Gramsci estuviera en condiciones de hablar libremente”.

En 1930, Togliatti expulsa a Bordiga por el “crimen” de seguir defendiendo a Trotsky. A las locas concepciones del socialfascismo, Gramsci opuso correctamente la consigna de la asamblea constituyente, que los sectores más conscientes de los trabajadores y campesinos habrían apoyado fruto de su opresión bajo la dictadura de Mussolini. Para Gramsci se trata precisamente de una consigna transicional para conectar la conquista de las libertades democráticas y sindicales con la perspectiva de la derrota revolucionaria del fascismo y el capitalismo. Trotsky entonces ya apoyó esta consigna.

VI. La hegemonía y la cuestión meridional

A través de su fiscal, Mussolini había dicho de Gramsci: “Tenemos que impedir que este cerebro funcione para los 20 próximos años”. La pena impuesta fue de 20 años, 4 meses y 5 días, pero a pesar de las duras condiciones en la cárcel, recrudecidas por su enfermedad, Gramsci tendrá la fuerza de profundizar muchas cuestiones teóricas e históricas de gran importancia.

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Ficha de Gramsci en prisión, 1933. 


La conquista de la hegemonía

Si tú dijeras que las ciencias que empiezan y terminan en la mente son verdaderas, esto no es exacto y se niega por muchas razones; la primera es que la experiencia no llega a esos discursos mentales, y no hay duda de que, sin experiencia, nada es por sí mismo cierto.

Leonardo da Vinci, Tratado sobre la pintura

Seiscientos años después, dirigimos al secretario general de Refundación Comunista (PRC) en Italia, Fausto Bertinotti, las palabras de Leonardo. En los últimos años, Bertinotti se ha enfrentado a menudo a algunos temas estudiados por Gramsci en prisión, y lo ha hecho de forma abstracta. El problema de la revolución en Occidente, nudo gordiano de la mayoría de las reflexiones de los Cuadernos de la cárcel, está vinculado al concepto de hegemonía: por un lado, la hegemonía que la clase dominante ejerce para mantenerse en el poder por medio de distintas combinaciones de manipulación, búsqueda de respaldo social y coerción; por otro, la hegemonía que la clase obrera debe conquistar en la sociedad para apoderarse de las palancas productivas, políticas y culturales controladas, de momento, por la burguesía.

En su formal “regreso a Marx”, la política de Bertinotti se convierte en esa ciencia que comienza y termina en los prejuicios de su mente, que ignora las experiencias que la clase obrera acumuló desde la Comuna de París hasta la revolución en Argentina en diciembre de 2001; define al estalinismo como la consecuencia inevitable de la idea de la toma del poder, sin hacer referencia a las causas objetivas de la degeneración de la Revolución rusa; y termina por desnaturalizar el concepto de hegemonía de Gramsci para justificar la renuncia de la mayoría actual de la dirección del PRC a cualquier idea de expropiación de la burguesía. Y con la excusa de la importancia otorgada por Gramsci al papel guía de los intelectuales comunistas para la conquista de la hegemonía, Bertinotti abre las puertas del partido a la intelectualidad pequeñoburguesa y reformista, a la vez que las cierra a los jóvenes obreros italianos.

Reflexionando sobre la correlación de fuerzas entre las clases sociales (Cuaderno de la cárcel nº 13, nota 17), Gramsci distingue entre distintos ámbitos, entre ellos el social, basado en el desarrollo de las fuerzas productivas, y el político, basado en la organización de las clases para la conquista de la hegemonía. Dado que el primero está maduro para la superación del capitalismo, y así opinaban ya Gramsci desde hace setenta años y Marx desde hace ciento cincuenta, vemos cómo pensaba el dirigente comunista sobre el resto: “Un segundo grado [ es aquel en el cual se llega a la conciencia de la solidaridad de intereses entre todos los miembros del grupo social, pero todavía en el campo puramente económico. Ya en este momento se coloca la cuestión del Estado, pero solamente en el terreno de alcanzar una igualdad político-jurídica con los grupos dominantes, porque se reclama el derecho a participar en la legislación y en la administración y quizás a modificarlas, a reformarlas, pero en los cuadros fundamentales ya existentes”. Es decir, los trabajadores empiezan a ser conscientes de la necesidad de organizarse para defender sus intereses económicos y políticos en la sociedad capitalista.

“Un tercer momento es aquél en el cual se llega a la conciencia de que los propios intereses corporativos, en su actual y futuro desarrollo, superan el recinto corporativo de grupo puramente económico, y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados. Esta es la fase más francamente política (...) de las superestructuras complejas (...) en la cual las ideologías germinadas anteriormente se transforman en partido, se comparan y entran en lucha hasta que una sola (...) pueda prevalecer, imponerse, extenderse sobre todo el área social (...) colocando todas la cuestiones alrededor de las cuales hay batalla, no a nivel corporativo, sino sobre un plan universal y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados”. El sentido de la cita, como de las muchas que podríamos tomar de los Cuadernos, resulta contradictorio y no es comprensible si esta se interpreta literalmente. ¡La censura fascista era activa incluso en la cárcel! Dado que los escritos eran censurados, se hacía necesario un estilo más sociológico que político, empleando eufemismos como “grupo social fundamental” (clase obrera), “superestructuras complejas” (dualismo de poderes, difusión de los consejos obreros).

“El Estado está pensado como un organismo propio de un grupo, destinado a crear las condiciones favorables a la máxima expansión del grupo mismo, pero ese desarrollo y expansión están pensados y presentados como la fuerza motriz de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías nacionales. Es decir, que el grupo dominante viene coordinado concretamente con los intereses generales [del conjunto] de los grupos subordinados y la vida estatal está pensada como un continuo desarrollo y superación de equilibrios inestables (en el ámbito de la ley) entre los intereses del grupo fundamental y los de los otros grupos”. Así, la palabra “Estado” significa en la primera cita “Estado burgués” y en esta última, “Estado obrero”, con la ruptura revolucionaria de por medio. Pero en absoluto podemos pretender que, en las condiciones en las que se encontraba, Gramsci escribiese claramente la expresión “derrumbamiento del sistema capitalista y su Estado”. El mismo discurso vale para la expresión “en el ámbito de la ley”, donde “ley” tiene que ser entendida como “dictadura del proletariado”. El término hegemonía (del partido obrero) parece claramente asociado a un periodo de ascenso revolucionario, cuando la acción independiente de la clase obrera logra inspirar a las clases medias y a los sectores explotados.

El capital se sirve diariamente de las superestructuras por él controladas para inhibir cualquier desafío a la hegemonía que ejerce a través de sus periodistas y escritores, actores y directores, científicos y divulgadores, sacerdotes y profesores, abogados y jueces, ministros y militares..., es decir, los intelectuales que Gramsci definía como “dependientes de la clase dominante”, “los animadores de las casamatas del sistema”, los “funcionarios de las superestructuras”. Gramsci defendía la necesidad de un trabajo constante del partido para ganar no solamente a los obreros, sino incluso a los intelectuales más cercanos al marxismo, para así minar la estabilidad de las llamadas casamatas, vocablo tan utilizado por Toni Negri y Bertinotti. Pero Gramsci no apoyaba en absoluto un proceso gradual basado en arrebatar democráticamente la hegemonía a la clase dominante. No consideraba posible ninguna transformación de la sociedad sin una ruptura revolucionaria. Entendía que la influencia de las ideas comunistas sobre la clase obrera y sobre las otras clases subalternas solamente podría extenderse muy rápidamente en periodos de crisis social y que estos debían ser aprovechados para sustituir el Estado burgués por un Estado proletario basado en los consejos obreros, en transición hacia el socialismo.

Sobre la revolución en Occidente, Gramsci escribió: “en Oriente, el Estado era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil hay una justa relación y bajo el temblor del Estado se evidencia una robusta estructura de la sociedad civil. El Estado es solamente una trinchera avanzada, detrás de la cual existe una robusta cadena de fortalezas y de casamatas”. Los marxistas sabemos que la diferencia entre el Estado zarista y el Estado occidental moderno depende de la diferencia entre la burguesía débil y comprometida con el feudalismo de un país ex colonial y la burguesía más fuerte de un país desarrollado. Que “la cadena de fortalezas y casamatas” sea fuerte y su estrategia para conseguir respaldo social sea refinada, es indudable; pero su resistencia depende, en última instancia, de la capacidad del capitalismo para desarrollar las fuerzas productivas y el bienestar general de un país: de esto y solamente de esto depende la estabilidad de sus superestructuras. En caso contrario, como muestra la revolución en Argentina (país más similar a Italia y España que a la Rusia zarista), las fortalezas y las casamatas que garantizan el respaldo social en tiempos normales se deshacen incluso antes que el aparato estatal: la Iglesia está bajo acusación y su jerarquía teme salir a la calle, los diarios burgueses se leen en un clima de desconfianza general; parlamentarios, jueces y ministros no se atreven a aparecer en público; las escuelas parecen más centros de rebeldía que fortalezas de la burguesía... ¿Es este el fruto de un largo trabajo de intelectuales progresistas argentinos que desde años tejen la tela de la hegemonía? ¡Ciertamente no! Los intelectuales pequeñoburgueses de izquierdas estaban teorizando sobre el fin de la lucha de clases, cuando fueron sorprendidos por el estallido del proceso revolucionario en toda América Latina a finales de 2001. Bertinotti estaba haciendo lo mismo el día en que fue desmentido por las seis huelgas generales que sacudieron Italia, Grecia, Portugal y el Estado español nada más empezar el nuevo siglo.

Después de haber demolido las presunciones de independencia y la neutralidad de los intelectuales en la sociedad capitalista, Gramsci define al intelectual del partido como el “persuasor permanente”, el “especialista de la construcción” de los cuadros en el seno mismo de la clase obrera. “Que todos los miembros del partido político deban ser considerados como intelectuales, esa es una afirmación que puede prestarse a la broma; pero si se reflexiona, no hay nada más exacto (…): lo que importa es la función, que es directiva y de organización, o sea educativa, intelectual” (Cuaderno nº 12, nota 1). ¡Sorpresa! Gramsci no piensa en una genérica hegemonía del partido sobre los “intelectuales” o “personas de cultura”, sino en el proyecto de ganar al partido todos los elementos periféricos de la clase obrera que deseen entregarse en cuerpo y alma a la causa del socialismo y, por supuesto, a la tarea de la educación política de la militancia y la formación de cuadros. Sobre estas bases, ¿estamos realmente seguros de que la “renovación intelectual y moral” de la que hablaba Gramsci fuese un llamamiento a la buena voluntad de los intelectuales?

En un artículo de Gramsci, publicado en el periódico Liberación el 28 de abril de 1998, Bertinotti escribió: “[En el pensamiento de Gramsci] la dictadura del proletariado sigue siendo un pensamiento dominante, excepto que Gramsci le añade múltiples articulaciones: los temas de la ‘sociedad civil’, ‘las casamatas’, la ‘hegemonía’ y por lo tanto la relación con la cultura, con los intelectuales (...) Eso significa trascender de la causa mecánica de la revolución en una operación en la cual, junto al elemento del conflicto de clase y la autonomía, está el elemento de la construcción de la ciudad futura”. Han bastado unos pocos años para que Bertinotti llegara a utilizar a Gramsci para intentar dar lustre a la nueva estrategia del PRC: no a la lucha contra la propiedad privada y contra el Estado burgués, sino larga marcha revolucionaria para la conquista, una después de otra, de las casamatas. O sea: “El movimiento lo es todo, el fin no es nada”. En el congreso provincial de Bolonia, un escritor (el “intelectual orgánico” Stefano Tassinari) dijo literalmente: “Veo el partido como embrión de otro mundo posible nacido del movimiento de los movimientos”. Es decir, la mayoría del PRC y los intelectuales que “contaminan” su trabajo político piensan que el partido ya no es un medio de lucha política ni el depositario de las mejores tradiciones y la memoria histórica del movimiento obrero, sino el embrión en expansión de la ciudad futura, el centro de experimentación directa de otro mundo posible. ¿Cómo se producirá, pues, la transformación social? Ellos nos contestan: al conquistar casamatas, al transformarse el partido en el vehículo de “un nuevo pensamiento fuerte”. El mismo Bertinotti suspendió el llamado “proyecto hegemónico” del PRC (1998) a favor de una genérica “alianza” (2000-02) con cualquiera que en los movimientos se declare adversario del neoliberismo.

Lo que impulsaba a Gramsci a escribir sobre la hegemonía y la revolución en Occidente eran los problemas con los que se enfrentaban los bolcheviques en Rusia: pensaba en los medios y en las políticas que la clase obrera italiana, una vez en el poder, debería adoptar para ganar de forma estable a su causa la mayoría de la sociedad. En palabras de Trotsky, “la tarea del proletariado es llevar a los campesinos al socialismo, manteniendo una hegemonía completa sobre ellos”. Gramsci conocía el alcance de los problemas del Estado proletario ruso, donde la clase obrera no pudo ejercer una hegemonía suficiente sobre las clases medias, debido al aislamiento y atraso económico y cultural de Rusia y al muy reducido peso específico de la clase obrera en la sociedad. Aunque el proletariado italiano era mucho más desarrollado y numeroso que el ruso, la bancarrota del PSI contribuyó directamente a la involución de las clases medias entre el Bienio Rojo y la “rebelión de los simios”, como Gramsci llamó al apoyo que estas otorgaron al fascismo tras la derrota de la revolución. Por eso estaba tan interesado en el problema de la hegemonía política de la clase obrera sobre las clases medias. A pesar del deterioro que sufría en la cárcel, el preso 7047 trabajaba para la futura democracia obrera italiana. La ocasión revolucionaria se presentaría puntualmente a la hora de la caída del fascismo, en 1943. Y realmente, entre 1943 y 1948, la dirección estalinista del PCI desviará la revolución italiana, que se basaba en la guerra civil “partisana” y el movimiento de la clase obrera en las ciudades.

Desde entonces, la dirección estalinista del movimiento obrero siempre ha sido la responsable de la derrota de la revolución italiana, incluso cuando se presentaron las condiciones entre 1968 y los años setenta. De estas experiencias elaboramos nuestra respuesta a las posiciones políticas del camarada Bertinotti. Hay una casamata que regularmente el secretario descuida, pero que es la más importante entre las que dispone el capital, la más difícil de conquistar para los revolucionarios y la clase obrera, la última en caer incluso cuando todo el sistema de Gramsci —Estado, fortalezas, casamatas— está destruido: esa casamata es la dirección del movimiento obrero, el aparato conservador de los sindicatos y los partidos obreros, incluido el PRC. Como sostenemos los marxistas, la crisis de la sociedad se reduce en última instancia a la degeneración política, bajo las presiones del capitalismo, de la dirección de la clase obrera.

El ‘Resurgimiento’ y la ‘cuestión meridional’

Gramsci fue también el primero en analizar desde un punto de vista de clase la cuestión meridional italiana, es decir, la incompleta revolución democrática burguesa que condujo entre 1860-71 a la desequilibrada unidad nacional de Italia bajo el dominio de la burguesía septentrional. En el Resurgimiento, exagerado apelativo dado a la formación del estado italiano, Gramsci busca las raíces del desarrollo desigual y combinado de la sociedad italiana. La “cuestión meridional” es analizada por Gramsci de manera brillante. Esta definición resume los problemas no resueltos por la burguesía italiana: la opresión de los campesinos del sur, la reforma agraria, la falta de desarrollo industrial y de infraestructuras y la proverbial instabilidad de los Gobiernos burgueses italianos.

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Partisanos italianos durante la Segunda Guerra Mundial. 


Gramsci interpreta correctamente el Resurgimiento como la historia de la conquista del sur italiano por el capitalismo septentrional y su estado monárquico de los Saboya, basado en el Piamonte. La burguesía del norte saqueó los productos del primer desarrollo industrial del reino borbónico del sur y necesitó más de diez años para conquistar los extensos territorios controlados directamente por el Vaticano. El resultado de la unificación, el Reino de Italia, tenía a su frente una clase capitalista tan débil que dependía directamente del capital financiero de la Europa del Norte. Hasta 1860, la burguesía septentrional no había desarrollado su propia industria mucho más que la meridional, aunque en general tenía una agricultura más avanzada y más fábricas e infraestructuras. No obstante, el primer ferrocarril se construyó en el Reino borbónico de las Dos Sicilias, entre Nápoles y Portici, y el Banco de Nápoles era uno de los más importantes. Obviamente, el sistema financiero en el sur estaba dominado por capital francés e inglés. El estado borbónico del sur tenía una política económica proteccionista para proteger su propia industria y mercados. Ni la burguesía del norte ni la del sur tenían fuerza suficiente para desarrollar la industria y la agricultura de toda la península italiana. El relativo predominio de la burguesía septentrional fue la causa de que el estado borbónico del sur saliese perdedor en el enfrentamiento. El mantenimiento de la monarquía fue el compromiso que la burguesía del norte aceptó para lograr resultados inmediatos: apoderarse de los impuestos estatales sobre el sur a cambio de ningún servicio, extraer los recursos naturales, explotar la mano de obra barata y trasladar al norte la maquinaria y las industrias del sur, que en algunos casos eran más modernas. Con engaños, los burgueses de la Padania acapararon los ahorros de los emigrantes meridionales en América porque encontraban la forma de convencer a las familias campesinas de que los invirtiesen en productos financieros y bonos del Estado controlados desde Milán y Turín.

En este contexto, Gramsci comprendió el papel de demócratas como Mazzini y Garibaldi durante el Resurgimiento, haciendo un análisis despiadado de su cobardía ante los liberales de Cavour y ante el rey. La burguesía italiana no tenía ni la fuerza ni la capacidad de acabar con la aristocracia y la monarquía. Cuando, a continuación, los campesinos pobres del sur empezaron a ocupar las tierras de los terratenientes para llevar a cabo la revolución democrática en el campo, fueron los “héroes” Garibaldi y Bixio quienes los reprimieron. Treinta años más tarde, también la rebelión de los fasci siciliani de los campos de sulfatos fue ahogada en sangre por el nuevo Estado italiano aliado con los patrones sicilianos.

El estado monárquico de Saboya también absorbió a la burocracia y a los grupos dirigentes del territorio conquistado. Esto sirvió para seguir dominando las masas campesinas del sur y manteniéndolas en la pobreza. Es muy fácil, como demostró Gramsci en muchos escritos y discursos, desmontar los tópicos difundidos por la hegemonía burguesa septentrional, según la cual el Sur sería “la bola al pie del país civil”. Las olas migratorias a los Estados Unidos y Alemania, en particular, muestran cómo el capitalismo italiano era absolutamente incapaz de desarrollar de manera equilibrada la economía nacional. Esta realidad social y económica confirma la teoría de la revolución permanente de Trotsky, que ve el desarrollo desigual y combinado como fruto de las contradicciones del sistema capitalista a lo largo de todo el país. De hecho, ni la débil burguesía del norte ni la del sur, comprometida con el latifundio, habrían podido desarrollar las tareas de la revolución burguesa en sus respectivos territorios. La razón es su dependencia de los capitales financieros de los países más avanzados de Europa septentrional y sus pactos con el feudalismo. Según Gramsci, solo la revolución socialista encabezada por la clase obrera habría podido socializar los medios de producción, financieros y las tierras para poder sentar las bases de un desarrollo armónico del país.

Gramsci siempre estuvo muy atento al problema campesino. Para acabar, citamos el artículo más hermoso de Antonio Gramsci, acerca de la reforma agraria, publicado en L’Ordine Nuovo a comienzos de los años veinte:

 “¿Qué obtiene un campesino pobre con invadir una tierra inculta o mal cultivada? Sin máquinas, sin una vivienda en el lugar de trabajo, sin crédito para esperar la época de la cosecha, sin instituciones cooperativas que adquieran esa cosecha (en el caso de que llegue a la cosecha sin antes haberse ahorcado en el arbusto más fuerte del bosque), salvándolo de las garras de los usureros? ¿Qué puede ganar un campesino pobre con la invasión? (...) La burguesía septentrional ha sojuzgado a la Italia meridional y a las islas, reduciéndolas a colonias explotadas; el proletariado septentrional, al emanciparse de la esclavitud capitalista, emancipará a las masas campesinas meridionales, sometidas a la banca y al industrialismo parasitario del Norte. No hay que buscar la regeneración económica y política de los campesinos en una división de las tierras incultas y mal cultivadas, sino en la solidaridad del proletariado industrial; (...) pues su ‘interés’ consiste en que el capitalismo no renazca económicamente de la propiedad territorial y en que la Italia meridional y las islas no se conviertan en una base militar de la contrarrevolución capitalista. Al imponer el control obrero sobre la industria, el proletariado la orientará hacia la producción de máquinas agrícolas para los campesinos, de telas y calzados para los campesinos, de energía eléctrica para los campesinos, impedirá que la industria y la banca sigan explotando a los campesinos, sometiéndolos como esclavos a sus cajas fuertes (...) Instaurando el estado obrero, que somete a los capitalistas a la ley del trabajo útil, los obreros destrozarán todas las cadenas que tiene atado el campesino a su miseria; instaurando la dictadura obrera y controlando las industrias y los bancos, el proletariado pondrá la enorme potencia de la organización estatal al servicio de los campesinos en su lucha contra los propietarios, contra la naturaleza, contra la miseria. Otorgará créditos a los campesinos, establecerá cooperativas, garantizará la seguridad de las personas y de los bienes contra el pillaje; realizará obras públicas de saneamiento e irrigación. Y hará todo esto porque es de su interés incrementar la producción agrícola, porque es de su interés tener y conservar la solidaridad de las masas campesinas, porque es de su interés orientar la producción industrial al trabajo útil y fraterno entre la ciudad y el campo, entre el Norte y el Sur”.

 

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Este artículo ha sido publicado en la revista Marxismo Hoy número 11. Puedes acceder aquí a todo el contenido de esta revista. 

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