Entre 1991 y 1992 se abrieron los archivos soviéticos relacionados con la Guerra Civil española, con lo que los autores del libro han accedido a una valiosísima documentación hasta entonces vetada a los investigadores. De hecho, esta obra se basa en la presentación de importantes documentos secretos de la Comintern, del Politburó y de los servicios de espionaje soviéticos, a través de los cuales tratan de exponer cuál fue la política de Stalin hacia la República española.

Los documentos prueban que Stalin pretendió, desde un principio, controlar los acontecimientos en el Estado español y, en expresión de los autores,  “impedir la extensión de la revolución social allí iniciada”. Por medio de funcionarios militares, de los servicios de inteligencia y de la Comintern, Moscú intentó dominar y dirigir la economía, el Gobierno y las fuerzas armadas republicanas. A través de los documentos publicados se puede seguir con todo detalle las maniobras de la burocracia estalinista por conseguir ese dominio, con el objetivo primero de aplastar la revolución.

Así, por ejemplo, se puede leer un informe de Dimitrov (secretario de la Internacional Comunista), con fecha de 23 de julio de 1936, según el cual España no estaba preparada para una verdadera revolución. El partido (el PCE) no debía actuar precipitadamente, como si se hubiera ganado ya la guerra y por tanto “no deberíamos plantearnos en la presente etapa la tarea de crear soviets y de tratar de establecer una dictadura del proletariado en España.” Los historiadores están de acuerdo en que ese afán de moderación impulsado desde Moscú era resultado del deseo de la burocracia soviética de establecer acuerdos con los Gobiernos occidentales, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, despejando sus temores sobre la naturaleza del régimen republicano. 

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Los documentos prueban que Stalin pretendió, desde un principio, impedir la extensión de la revolución social iniciada en el Estado español. 


Pero restablecer el orden burgués en el bando republicano, cuando la burguesía y los grandes terratenientes se habían pasado al bando del fascismo y la contrarrevolución y las fábricas y las tierras eran explotadas por los trabajadores y campesinos directamente a través de comités constituidos por los sindicatos, significaba en la práctica un enfrentamiento inevitable con esas mismas masas de trabajadores y campesinos que habían impedido el 18 de julio, el triunfo del golpe fascista con las armas en la mano. La política de Stalin solo podía llevarse a cabo a través de la fuerza y provocando una guerra civil dentro del bando republicano. Así, el lema estalinista de “primero hay que ganar la guerra, solo después podremos llevar a cabo la revolución”, era un claro subterfugio. La burocracia estalinista no quería la revolución en España ni antes ni después de ganar la guerra.  Y sobre lo de ganar la guerra, nada podía ser más letal que aquella política. Según expresión del historiador Robert Alexander, “el afán estalinista de aplastar esa revolución no podía sino contribuir negativamente al esfuerzo de guerra”.

En el libro también se puede conocer a través de estas fuentes históricas la lucha por quebrar la oposición de Largo Caballero a los planes estalinistas de aplastar a la izquierda caballerista, a los anarquistas revolucionarios y especialmente al POUM. Stalin, empleando la potencial ayuda militar como chantaje, consiguió finalmente poner en práctica casi todas las decisiones importantes que dictó desde Moscú.

Otro punto que queda bien claro a través de los documentos cruzados entre la Comintern y el PCE desde verano de 1936 es la influencia y el control casi total que ejercían los funcionarios estalinistas y agentes de la Comintern sobre el PCE. Como sucedió en aquel periodo al conjunto de las secciones de la Comintern, el PCE se encontraba totalmente subordinado a Moscú ya desde antes del inicio de la guerra, no tuvo una vida independiente durante el conflicto y eran los enviados de la Internacional Comunista (Codovila primero, Togliatti después) los que lo dirigían realmente, utilizando portavoces como Dolores Ibárruri, Pasionaria, para crear la ilusión de una dirección española.

Los documentos corroboran también el momento en que Stalin decide intervenir en apoyo de la República, enviando tanques, aviones y material militar, hacia finales de septiembre o primeros de octubre del 36. Hasta ese momento Stalin había estado participando en el pacto de no intervención junto a las potencias occidentales mientras la Italia fascista y la Alemania nazi apoyaban militarmente a los alzados. Los informes de los primeros consejeros soviéticos sobre el terreno, que advertían de que el frente republicano se podía hundir si no recibía ayuda inmediata y masiva, hizo cambiar finalmente esa postura. Sin embargo Stalin no tenía el más mínimo interés en contribuir al desarrollo de una política revolucionaria en la guerra civil española. Por el contrario, el armamento iba a ser utilizado como moneda de cambio para obligar a los dirigentes republicanos a aceptar la estrategia de la camarilla burocrática que dominaba el PCUS. De hecho todas las decisiones políticas de la Comintern y el PCE tenían como objetivo no asustar a las “democracias capitalistas” de Occidente —Francia, Gran Bretaña o EEUU—, declarando a los cuatro vientos que la lucha por la república democrática, y no la revolución socialista, era el único objetivo de los trabajadores en la guerra contra Franco. Estas maniobras pueriles no evitaron que la clase dominante francesa y británica siguieran boicoteando a la República, mientras la Italia fascista y la Alemania nazi suministraban armamento, tropas y dinero impunemente al ejército franquista.

Lógicamente la burocracia estalinista, que había llevado a cabo una feroz purga contra la vanguardia leninista del Partido Comunista de la URSS agrupada en la Oposición de Izquierdas, no podía tolerar una revolución socialista triunfante en suelo español que constituyese una inspiración para los obreros europeos y especialmente para los soviéticos. No es casualidad que, coincidiendo con la revolución española, Stalin y su camarilla lanzasen los juicios de Moscú, la mayor farsa judicial que ha conocido la historia y que condenó a los piquetes de fusilamiento no solo a la vieja guardia bolchevique que hizo la revolución con Lenin, también a centenares de miles de comunistas en todo el territorio soviético. Esta cruel represión no se limitó a la URSS sino que se extendería al interior de todos los Partidos Comunistas del mundo y especialmente al campo republicano, donde el objetivo de exterminar a la oposición revolucionaria al estalinismo pasó a convertirse en una tarea prioritaria.

La insistencia en el control de la policía, el ejército y los servicios secretos de la República por parte de Stalin, formaba parte de esta tarea. A finales de noviembre del 36 había más de 700 consejeros militares soviéticos, agentes de la NKVD, representantes diplomáticos y economistas expertos en España. Stalin necesitaba apoyarse en el aparato del Estado para llevar a cabo su política, una política que consistía en restablecer el “orden” (burgués) y la “autoridad” (del Gobierno, del aparato del Estado), tanto en el frente como en la retaguardia. Las masas, por el contrario, se encontraban en plena revolución social, enviando columnas de milicianos al frente, ocupando las fincas de los terratenientes y de la Iglesia, llevando a cabo la producción en las fábricas bajo el control de comités obreros... Además, como reconocen los “informantes” de Stalin, la influencia de los anarquistas en Catalunya y otras zonas es “casi absoluta”, lo que impedía en un primer momento tomar “medidas activas contra ellos”, aunque eran vistas como necesarias e inevitables.

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La feroz purga contra la vanguardia leninista del Partido Comunista de la URSS se extendió a todos los Partidos Comunistas del mundo. También al campo republicano, donde el objetivo era exterminar a la oposición revolucionaria al estalinismo. 


En los informes reproducidos en el libro se pude constatar que la implicación de los consejeros soviéticos en la política y en las operaciones militares fue muy amplia y afectaba a las decisiones más importantes. También se pueden apreciar las vacilaciones y la parálisis que afectaba a los miembros del Gobierno. Por ejemplo, en uno de ellos se relata como el Gobierno es incapaz de tomar una decisión rápida sobre una operación de compra de armas por las complicaciones internacionales (diplomáticas) que podía comportar. Solo Buenaventura Durruti fue capaz de actuar decisivamente para obtener aquellas armas, vitales para proseguir la guerra. Otro ejemplo es una conversación con Companys, en el que este sondea al enviado de Stalin sobre un posible entendimiento con los italianos, para llegar a una paz por separado en Catalunya.

En 1937 los consejeros soviéticos habían ido asumiendo el control de cuanto sucedía y se les veía ya en casi todas partes. Es el momento en el que el NKVD trata de destruir físicamente a todos los opositores de izquierda, en concreto al POUM y los “anarquistas malos” (es interesante la distinción que hacían los “informadores” entre anarquistas “buenos” y “malos”: los “buenos” eran los que desde el Gobierno defendían sus mismas posiciones de “mando único” y “la ley, el orden y la legalidad”; los “malos” eran los de la FAI y los que se oponían a su política de disolver las milicias y crear un ejército regular).

El libro recoge también tres documentos que se refieren a los hechos de mayo del 37 en Barcelona. Son interesantes algunos de los datos que aportan. Por ejemplo, que el POUM y los anarquistas disponían del doble de hombres armados en las milicias de los que tenía el Gobierno en el ejército oficial. Y que aquella batalla, con barricadas y enfrentamientos por las calles de Barcelona, acabó cuando los dirigentes de la CNT y el POUM convencieron a sus militantes de que aceptaran el alto el fuego.

En definitiva, como los autores reconocen, los archivos consultados confirman la visión de los acontecimientos de historiadores como Bolloten, Pierre Broué y Émile Témine, E. H. Carr, Gabriel Jackson y Stanley Payne, entre otros. Sin embargo, ignoran conscientemente los escritos sobre España de Trotsky o de militantes marxistas revolucionarios como Felix Morrow, que plantean con una gran agudeza los procesos de revolución y contrarrevolución que se dieron en aquella época. Estos textos son un auténtico legado que subraya la superioridad del análisis de aquellos marxistas que supieron explicar, no en 2002 sino en 1936-37 la naturaleza contrarrevolucionaria del estalinismo, de la misma forma que explicaron la degeneración burocrática del Estado soviético.

En aquella época Trotsky y sus compañeros fueron acusados de colaboradores del fascismo, agentes de la Gestapo y de mil crímenes más. Los mismos que les acusaban y que se apoyaban en la miseria política y moral de la revolución traicionada en la URSS y en España, son los mismos que más tarde se pasarían con armas y bagaje a las filas de la burguesía y del “libre mercado”. Obviamente los autores no hacen sino confirmar a través de las fuentes lo que un puñado de marxistas y militantes obreros denunciaron en el fragor de aquellos acontecimientos. Hoy la historia les da la razón y es una pena que los autores del libro, que sin duda realizan una tarea ejemplar de rescate de documentación valiosísima, no sepan o no quieran reconocerlo.

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Este artículo ha sido publicado en la revista Marxismo Hoy número 11. Puedes acceder aquí a todo el contenido de esta revista. 

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