El 21 de junio, con un seguimiento masivo, empezó en Reino Unido la huelga de los ferrocarriles y del metro de Londres. Se trata de la mayor lucha sindical en tres décadas, y todo indica que va a ser la señal de partida para una ola de lucha de clases mucho más amplia.

El motivo de este conflicto es doble. En primer lugar, conseguir una subida salarial que compense en parte el aumento del coste de la vida. Los sindicatos piden un tímido incremento del 7%, cuando el Banco de Inglaterra calcula que la inflación alcanzará en octubre el 11%, pero se han encontrado con la tajante negativa de la patronal que sólo acepta el 3%.

En segundo lugar, los trabajadores exigen el mantenimiento de los puestos de trabajo frente a los planes de despidos masivos previstos por las empresas del sector con apoyo del gobierno conservador. Desde la privatización del trasporte público en los años 80, bajo el gobierno de Margaret Thatcher, se han venido produciendo una destrucción salvaje de puestos de trabajo que han provocado un serio deterioro de la calidad del servicio y la precarización de las condiciones laborales. Ahora, los trabajadores y trabajadoras del sector han dicho ¡basta! y se niegan que sus sindicatos negocien una nueva destrucción de puestos de trabajo.

La clase trabajadora británica en pie de guerra contra la carestía de la vida

La subida de los precios en Reino Unido ha alcanzado en este mes de junio el nivel más alto de los últimos 40 años, un 9,1%.

En estas circunstancias, tras décadas de políticas de austeridad y de congelación salarial, millones de trabajadores y trabajadoras de todos los sectores perciben que sus condiciones de vida se acercan cada vez más a la pobreza. Por eso es muy probable que, en las próximas semanas, siguiendo los pasos de los trabajadores del transporte, vayan a la huelga los profesores, el personal sanitario, los carteros y los cuidadores de personas dependientes. Incluso los elegantes abogados británicos han amenazado con la huelga si no se atienden sus demandas.

Muchos de estos sectores ya han iniciado formalmente las votaciones para aprobar la convocatoria de huelga, de modo que si la patronal y el gobierno no cambian de criterio Reino Unido estará abocado a un “verano del descontento” o, como anunciaba sin rodeos el periódico archirreaccionario The Sun, a la “guerra de clases”.

El profesorado ha perdido en los últimos 12 años algo más del 20% del valor real de sus salarios. Por ello, los 750.000 profesores y profesoras afiliados a los sindicatos NEU y NASUWT están debatiendo declararse en huelga desde el primer día del próximo curso si las autoridades educativas no les ofrecen una subida salarial acorde con el aumento del coste de la vida. También el personal de enfermería ha llegado al límite de su aguante. Su sindicato exige una subida del 15% para hacer frente a la inflación.

Es solo cuestión de tiempo que nuevas empresas y sectores se unan a la demanda de salarios dignos. Mientras se escribía este artículo, la plantilla de British Airways del aeropuerto de Heathrow votó a favor de ir a la huelga si la compañía no les devuelve el 10% de salario que les rebajó con la excusa de la pandemia.

El gobierno conservador en pie de guerra contra la clase trabajadora

Las reivindicaciones planteadas por esta ola de huelgas que parecen más que razonables, chocan frontalmente con los fundamentos del orden capitalista en Reino Unido. Las subidas masivas de precios y los planes de despidos masivos, la sustitución de trabajadores fijos por trabajadores precarios y, muy importante, crear un clima de miedo entre las plantillas, representa una estrategia fundamental para incrementar la tasa de ganancias empresarial ante la recesión mundial que se avecina.

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El gobierno conservador de Boris Johnson ha puesto sobre la mesa una propuesta de legislación antisindical que permitiría a la patronal recurrir a empresas de trabajo temporal para contratar esquiroles y romper las huelgas.

Por eso la patronal británica se ha cerrado en banda a las demandas sindicales y todo indica que podemos estar asistiendo a los primeros compases de un enorme levantamiento de la clase trabajadora británica.

El gobierno conservador de Boris Johnson, que acaba de superar por muy poco una moción de confianza planteada desde las filas de su propio partido, no ha dudado ni un segundo en cerrar filas con la patronal. El viceprimer ministro, Dominic Raab, dejó muy clara en el primer día de huelga la posición de la clase dominante británica: “El gobierno no puede permitir que los sindicatos ganen este conflicto”.

El primer paso que ha dado para intentar aplastar la protesta obrera ha sido poner sobre la mesa una propuesta de legislación antisindical que permitiría a la patronal recurrir a empresas de trabajo temporal para contratar esquiroles y romper las huelgas. Una medida similar ya estuvo en vigor en Reino Unido hasta los años 70, cuando numerosas luchas sindicales conquistaron su derogación.

Por el momento, los dirigentes sindicales británicos no están demostrando estar a la altura de la combatividad de sus bases. En lugar de encabezar el sentimiento de rabia y determinación con decisión y afrontar con firmeza el reto que les plantea el gobierno conservador, la cúpula del TUC se muestra asustada.

Conscientes de que todo aboca a un enfrentamiento frontal, no se les ha ocurrido nada mejor que dirigir al gobierno una carta abierta, firmada por los secretarios generales de los catorce principales sindicatos del país y publicada el pasado domingo, suplicando que los empresarios se avengan a negociar para evitar así la batalla que se avecina.

La última gran movilización de la clase trabajadora británica, la huelga minera de los años 80, fue derrotada y como consecuencia se abrieron años sombríos de explotación y empobrecimiento crecientes para sectores cada vez más amplios de la clase obrera. En esa derrota jugó un papel decisivo la burocracia sindical, que aisló a los mineros y no atendió su llamamiento a la convocatoria de una huelga general.

Hoy las circunstancias son muy diferentes a las de los años 80. La clase obrera ha pagado muy duramente la decadencia del capitalismo británico, como lo atestiguan los 14 millones de pobres, un 22% de la población del país. Después de la pandemia y del duro impacto del Brexit, la  ola inflacionista arrojará este año a 1,3 millones de personas a la pobreza absoluta – es decir, que ni siquiera podrán acceder a una alimentación suficiente - según un estudio del think-tank Resolution Foundation.

El conflicto será duro y prolongado, pero abrirá grandes posibilidades para que las tradiciones combativas y militantes de los trabajadores británicos vuelvan a resurgir con fuerza.

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