Esta semana la figura de Juan Carlos de Borbón volvió a ocupar un lugar destacado en los medios de comunicación por un doble motivo. El primero, porque su heredero Felipe VI aprovechó la conmemoración oficial del 23-F para entonar una loa a los méritos de su progenitor como “salvador de la democracia”, cuando Tejero y un grupo de Guardias Civiles, dirigidos por el general Alfonso Armada hombre de la absoluta confianza de Juan Carlos, ocuparon a tiros el hemiciclo del Congreso.

El segundo ya no fue tan “heroico”. El ex monarca, presionado por las abrumadoras evidencias de su actividad corrupta a lo largo de décadas, decidió hacer un pago a Hacienda, esta vez de 4,4 millones de euros, intentando de nuevo paralizar las diligencias judiciales que, a pesar de la obvia protección que le dispensan tanto el aparato judicial como la Inspección de Hacienda, van poco a poco cercándole.

El pasado diciembre ya había realizado un ingreso de 678.000 euros para tratar de frenar las investigaciones sobre el uso por su parte y por parte de su familia de unas tarjetas de crédito opacas que le vinculaban a los negocios de destacados representantes de la élite mundial del capitalismo financiero (ver nuestra declaración sobre estos hechos aqui). Pero a pesar de que el importe de esta última regularización es pura calderilla, si tenemos en cuenta que la fortuna de Juan Carlos ascendía hace 8 años a 2.000 millones de euros, ni un solo céntimo ha salido de su abultada cuenta bancaria, sino que procede de una serie de préstamos personales que destacados empresarios y financieros la han concedido generosamente a un tipo de interés del 0% y sin garantía alguna de devolución.

Una clara señal del miedo de la élite del capitalismo español a que la profunda rabia que despierta el conocimiento de las actividades delictivas de ex Rey y su familia, hiera de muerte al régimen del 78.

Herencia franquista y corrupción generalizada: dos caras de una misma moneda

Aunque a primera vista podría parecer que los dos motivos de la relevancia de Juan Carlos en los medios de comunicación son contradictorios entre sí, la realidad es que son las dos caras del papel que ha desempeñado durante más de 50 años, desde el día en que el general Franco, dictador sanguinario y genocida, lo designó como su sucesor.

Como nuevo jefe del Estado instaurado por el general Franco, Juan Carlos recibió unos poderes inmensos y heredó la lealtad que el aparato represivo de la Dictadura le profesaba al dictador.

Ejerciendo esos poderes de excepción, Juan Carlos intentó aplastar la rebelión social generalizada y el poderoso movimiento obrero que desde los años 60 había empezado a agrietar al régimen fascista y que ponía en riesgo su continuidad. Al tiempo que tendía una mano a los dirigentes reformistas de la izquierda, deseosos de alcanzar cuanto antes algún acuerdo que les permitiera liberarse de la presión de sus bases, con la otra mano dirigía férreamente un aparato represivo que atacaba sin piedad a los trabajadores y a los jóvenes.
175 asesinados por la violencia del Estado en los años de la Transición, dan testimonio de la brutalidad con la que el régimen encabezado por Juan Carlos trataba a quienes luchaban por recuperar sus derechos y las libertades democráticas.

Muy pocas semanas después del ascenso al trono de Juan Carlos la fuerza de la movilización social asestó un golpe decisivo. Acciones represivas tan sangrientas como el ataque policial a una asamblea de trabajadores en huelga en Vitoria el 3 de marzo de 1976, con un balance de 5 trabajadores asesinados a tiros, lejos de amedrentar al movimiento tuvo el efecto de fortalecer, extender y radicalizar la lucha.

El gobierno Arias-Fraga, nombrado por el entonces Rey para lidiar con la crisis abierta tras la muerte del dictador, cayó el 1 de julio de 1976 bajo la presión de la movilización popular. Día a día en las calles, a través de la lucha, las libertades y derechos democráticos negados durante cuatro décadas eran conquistados. Ante la impotencia de las fuerzas represivas, y aterrorizados por el miedo a la revolución, el régimen encabezado por Juan Carlos decidió recurrir a sus fuerzas auxiliares: las bandas fascistas.

Desde los primeros meses de 1976 y hasta bien entrados los años 90, las bandas de extrema derecha, organizadas, financiadas y protegidas por el aparato estatal desencadenaron una ola de terror contra los sectores más combativos de la clase obrera y la juventud. Desde los asesinatos de Montejurra, los abogados de Atocha o Yolanda González, en los primeros años de la restauración borbónica, hasta los crímenes del BVE o los GAL ya bajo gobiernos del PSOE, la violencia fascista prestó un gran servicio a la clase dominante.

El lamentable papel de la izquierda reformista

Como es bien sabido, el recurso a la violencia más brutal durante la Transición se combinó con la apertura de negociaciones con las direcciones de la izquierda reformista. En las mismas, el régimen juancarlista no cedió absolutamente nada. Las libertades y derechos que en 1978 recogió la Constitución ya habían sido ganados y ejercidos a través de la lucha. Quienes si cedieron fueron los dirigentes de la izquierda, que aceptaron sumisamente la completa impunidad de los responsables de 40 años de terror y el mantenimiento íntegro del aparato de Estado fascista, con las nefastas consecuencias que hoy estamos sufriendo.

Para forzar a sus bases a aceptar esta rendición, estos dirigentes encabezados por Santiago Carrillo y Felipe González se ampararon en la excusa de esta violencia. Para no provocar una involución golpista, nos decían, era necesario frenar la lucha y ceder en todo. Una tras otra, las principales consignas de la movilización antifranquista fueron abandonadas. Ni disolución de las fuerzas represivas, ni castigo a los culpables de torturas y asesinatos, ni derecho de autodeterminación… La realidad es que la estrategia de Juan Carlos dio resultado y le infundió un sentimiento de impunidad absoluta que le ha durado hasta hoy.

Esta combinación de violencia estatal, tanto legal como ilegal, con la mano tendida a los dirigentes reformistas de la izquierda se repitió en el golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Agotado ya el entusiasmo despertado por las primeras elecciones democráticas en 1977 y la aprobación de la Constitución en 1978, la movilización obrera y juvenil resurgió con fuerza renovada y provocó la descomposición del partido de la burguesía, la UCD, que gobernaba en aquel momento.

Alarmados de nuevo por el ímpetu de la lucha, el Rey y su camarilla militar planificaron un golpe de Estado al mismo tiempo que dejaban abierta una puerta a aceptar una nueva tanda de concesiones y retrocesos por parte de la izquierda reformista, cuyos dirigentes, esgrimiendo de nuevo la amenaza del fascismo, volvieron a agachar vergonzosamente la cabeza ante el Borbón y su régimen.

La corrupción de Juan Carlos y el régimen que lo protege

Juan Carlos de Borbón, y con él la institución monárquica encarnada hoy en Felipe VI, desempeñó un papel central en salvar la estabilidad del sistema capitalista español. Jugó ese papel tras la muerte de Franco y también el 23-F, y lo sigue desempeñando en la medida en que la caída de la monarquía, en el contexto actual, tiene todas las probabilidades de convertirse en una crisis revolucionaria.

Por eso, la clase dominante y la élite del capitalismo mundial, ha querido proteger a Juan Carlos de Borbón y agradecerle, a él y a su familia, los servicios prestados para la continuidad del sistema. La fortuna corrupta de Juan Carlos no es otra cosa que su pequeña participación en los inmensos beneficios obtenidos gracias a la explotación de la clase trabajadora que su régimen ha garantizado.

Hoy, igual que en los años de la Transición, comprobamos día a día, muchas veces en nuestras propias carnes, que la violencia del Estado se incrementa en proporción directa al miedo que siente la clase dominante ante el imparable ascenso de la contestación a su sistema económico y social. El PSOE, el mismo partido que colaboró con Juan Carlos en su tarea de extinguir la llama revolucionaria que ardía en los años 70 y que ayudó a encubrir su papel en el 23-F, juega hoy, desde el Gobierno, ese mismo papel de salvador del capitalismo, y por eso los diputados socialistas unen sus votos a los del PP, Vox y C’s para asegurar que la impunidad de Juan Carlos y la estabilidad de la monarquía.

Cada día es más evidente que la corrupción del ex Rey no es un asunto de “conducta incívica”, como dice Pedro Sánchez, sino que es una parte inseparable del sistema capitalista que nos oprime a la inmensa mayoría de la sociedad. Por eso la indignación ante su corrupción se convierte en rebelión contra el sistema. Hay qye levantar la bandera de la república socialista para agrupar esa indignación y convertirla en una fuerza transformadora imparable.

 

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