En los últimos meses la derecha en el Estado español ha efectuado un profundo giro reaccionario, recuperando los estereotipos más burdos del nacionalismo español. Con ello trata de mantener firme su base social en un contexto de crisis general del sistema, de gran polarización política y de creciente deslegitimación de las instituciones burguesas heredadas del franquismo.

No es la primera vez que los representantes políticos de la burguesía se envuelven en la bandera de la unidad nacional y la defensa de la tradición —con especial énfasis en la defensa de la familia tradicional y la autoridad del varón— para defender mejor unos intereses que sienten amenazados. Inoculan grandes dosis de patrioterismo y chovinismo con el fin de dividir a los trabajadores en líneas nacionales. No es ninguna casualidad que esto se produzca tras la mayor rebelión social habida desde la Transición, la que ha protagonizado el pueblo catalán, y en un periodo en el que el cuestionamiento del sistema y la lucha en las calles en todo el Estado ha sido muy poderoso, con el movimiento de la mujer trabajadora al frente.

Conocer las raíces de esas posiciones nos ayudará a combatirlas mejor.

Origen del nacionalismo español

El siglo XIX fue en la mayor parte de Europa el siglo de la revolución industrial y el ascenso de la burguesía. Por diferentes vías, la burguesía de los diversos países arrinconó los restos del Antiguo Régimen, basado en la gran propiedad territorial heredada de la época feudal, estableció un sistema político a su medida y renovó el mundo intelectual extendiendo la ideología y las formas de pensar que mejor se adecuaban a su predominio.

Pero en la España de hace doscientos años la burguesía demostró ser una clase social muy débil, incapaz de desarrollar el capitalismo y la industria. A pesar de que la guerra contra la invasión napoleónica revolucionó completamente la decadente sociedad tradicional, la burguesía liberal cedió prácticamente sin lucha ante la monarquía absoluta, ante el peso muerto de la religión católica y ante el poder económico de los grandes latifundistas.

El saqueo de las últimas colonias unido a una explotación salvaje del campesinado sin tierra, que apenas conseguía sobrevivir, proporcionaba las rentas con las que se mantenía una clase social de latifundistas parasitarios y ociosos, que no se preocupaban en absoluto por mejorar sus inmensas propiedades. Sus días transcurrían apacibles, dedicados a las fiestas, a la caza o a los toros, mientras que delegaban en la Iglesia la labor de predicar a unas masas cada día más empobrecidas la resignación y la sumisión ante los poderosos.

La resignación de los campesinos no podía durar eternamente. Había transcurrido más de la mitad del siglo cuando se produjeron las primeras insurrecciones en Andalucía. Para aplastar estos levantamientos fue necesario el empleo de fuertes contingentes militares y la aplicación durísimas represalias contra los insurrectos. Pero, a pesar de la derrota campesina, se demostraba que bajo la aparente inmovilidad de la monarquía borbónica bullía una ola de rebelión que podía desbordarse en cualquier momento. Esta situación tuvo dos importantes consecuencias. Por una parte, otorgó un papel central al ejército, como la única institución del Estado capaz de imponer el orden y defender la propiedad. Por otra, la cobarde burguesía española se acobardó todavía más y se abrazó con mayor fuerza a las instituciones del Antiguo Régimen, a la monarquía y a la Iglesia católica, certificando el fracaso definitivo de la revolución burguesa.

Los años que siguieron fueron años de un desarrollo capitalista muy lento, lastrado por el peso y las imposiciones proteccionistas de los grandes propietarios latifundistas. Las grandes empresas españolas hacían sus negocios asociados a la camarilla del rey, daban entrada en sus consejos de administración a los altos mandos militares y a representantes de la Iglesia, y saqueaban impunemente los presupuestos del Estado a través de préstamos y suscripciones de deuda pública. Todos los rasgos parasitarios que caracterizan al capitalismo español actual se gestaron y consolidaron en esa época, condenando a la inmensa mayoría de la población a una permanente situación de miseria.

Solo hubo dos excepciones a este retraso industrial generalizado. En Catalunya y en Euskal Herria se desarrolló una potente industria, textil en el primer caso, y siderometalúrgica en el segundo. Este desarrollo desigual fue la causa de numerosos choques de intereses entre las burguesías catalana y vasca y la oligarquía española, especialmente a causa de las opuestas políticas arancelarias que convenían a unos y otros. Además, el desarrollo industrial trajo como consecuencia la formación de una clase obrera que muy pronto se empapó de las ideas revolucionarias de la época, provocando, especialmente en el caso de la clase obrera catalana, una mezcla de miedo y odio profundo entre la oligarquía española.

Uno de los elementos centrales del nacionalismo español, el odio a las naciones periféricas, nace precisamente como consecuencia de esta situación. La impotencia de la burguesía española para seguir los pasos de sus homólogos de otros países y unificar el país sobre la base del desarrollo de la industria capitalista y el comercio, liquidando definitivamente las formas de producción precapitalista en el campo, se transformó en un centralismo furioso, que despreciaba abiertamente cualquier lengua o expresión cultural que no fuese el castellano.

La pérdida de los restos del “Imperio” y las nuevas aventuras coloniales

La oligarquía española sufrió un fuerte golpe al perder en 1898 las últimas colonias que aún mantenía, Filipinas y Cuba. Además de la pérdida de la riqueza de ambos países, significó un duro golpe para el prestigio de la monarquía borbónica y para la oligarquía financiera, que se encontró de pronto con que sus sueños de grandeza imperial no se correspondían con la realidad de un país atrasado que pintaba muy poco en las alianzas internacionales de la época. Frente a esta situación, la oligarquía procedió a reforzar aún más la ideología del nacionalismo español, refugiándose en un pasado supuestamente glorioso, y cerró filas en torno a las ideas más reaccionarias del momento, reforzando aún más el papel de la Iglesia en la educación y en la asistencia a los pobres, como herramientas de contención de la protesta social.

Pero como de sueños imperiales no se vive, la oligarquía española buscó nuevas fuentes de saqueo colonial. En 1906, gracias a un acuerdo con Francia, se inició la expansión colonial española en Marruecos. El objetivo fue apoderarse de las minas de hierro del norte de Marruecos, para lo cual se constituyó la Compañía Española de Minas del Rif, entre cuyos accionistas estaba el rey Alfonso XIII y los más destacados representantes de la aristocracia española y la burguesía catalana.

La población del Rif se opuso a la colonización, de modo que para garantizar los fabulosos beneficios de la explotación minera fue necesaria la intervención militar y una guerra cruenta. Desde 1909 hasta 1927 decenas de miles de jóvenes reclutas del Estado español murieron en Marruecos, junto a un número muy superior de hombres, mujeres y niños rifeños.

No contentos con los beneficios fabulosos procedentes de las minas, la oligarquía española convirtió en suculento negocio los propios suministros militares. Una gran parte de los 5.600 millones que costó la intervención militar en Marruecos entre 1909 y 1931 acabó en los bolsillos de comisionistas e intermediarios cercanos a la camarilla de Alfonso XIII.

El descontento popular ante la guerra, unido a la simpatía de los sectores más avanzados de la clase obrera con la lucha del pueblo rifeño, provocó un levantamiento obrero en Barcelona, la Semana Trágica, para impedir el embarque de tropas destinadas a Marruecos. Para contrarrestar este apoyo la oligarquía simultaneó una creciente represión con la difusión de un nacionalismo español tanto más zafio cuanto más se descubrían las redes de corrupción que envolvían la guerra de Marruecos y que era la causa directa de la muerte de miles de reclutas.

El ejército, garante de la explotación colonial y del orden interno, se convirtió en el principal actor político. La guerra de África, donde el salvajismo de la oficialidad del ejército alcanzó límites nunca vistos antes, sirvió de escuela para lo que después se aplicaría en el Estado español. Criminales como los generales Mola, Queipo de Llano o Franco se entrenaron en el Rif con masacres contra la población civil —en las que por primera vez se utilizaron de forma masiva armas químicas contra civiles desarmados— para ahogar pocos años después en sangre las ansias de emancipación de la clase trabajadora del Estado español.

Reagrupamiento reaccionario en los años 30

Ni la represión de la dictadura de Primo de Rivera ni la influencia ideológica de la Iglesia católica consiguieron frenar el ascenso de la lucha de clases en el Estado español. La caída de la monarquía borbónica en 1931 fue el inicio de un período revolucionario que la oligarquía española vio avanzar con impotencia. Conscientes de su debilidad, todas las fuerzas de la reacción consiguieron unirse en 1933 bajo las siglas de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), desplegando todos los elementos ideológicos del nacionalismo español. La tradición católica, el papel subordinado de la mujer, la exaltación del pasado imperial y del atraso cultural, el odio a las naciones periféricas y a sus lenguas y expresiones culturales, el centralismo más rabioso y la glorificación del ejército, fueron las señas de identidad que agruparon a las fuerzas reaccionarias de la época. Pero su ofensiva sirvió de poco. Aunque consiguieron ganar las elecciones debido a la posición abstencionista que defendió la dirección de la CNT, su gobierno se vino abajo en poco tiempo y sólo recurriendo a la guerra civil y a la represión más salvaje consiguieron imponer su orden y su ideología durante casi cuarenta años.

Hoy, siguiendo los pasos de la CEDA y recurriendo a una ideología que representa el fracaso histórico del capitalismo español y su negro historial, PP, Cs y Vox demuestran el callejón sin salida del sistema que defienden. Su giro intenta reunir todos los resentimientos y odios, toda la impotencia que las movilizaciones sociales han despertado entre su base social, especialmente entre los sectores más atrasados. Pero la fuerza que han demostrado las grandes movilizaciones de los últimos años garantiza que este resurgir reaccionario volverá muy pronto al basurero de la historia.

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