Recesión, recortes y corrupción alimentan el malestar social

La situación política, económica y social de Brasil se encuentra en un punto de inflexión. La economía brasileña está en recesión. Según información del Banco Central de Brasil se contrajo un 1,75% entre enero de 2014 y enero de 2015. Se estima que la inflación superará el 7% en 2015, y la cotización de la moneda nacional se ha desplomado a 3,2 reales por dólar, nivel que no se veía desde la tormenta monetaria que rodeó la victoria de Lula en 2002. Según algunos analistas, la economia brasileña está en la situación más grave de los últimos 25 años. Las consecuencias políticas y sociales están siendo inmediatas.

Ataque frontal a la clase obrera

Aunque en la campaña de las elecciones presidenciales de otoño Dilma Rousseff (PT) repitió que no iba a tocar los derechos de los trabajadores “pase lo que pase”, está haciendo todo lo contrario. Una de sus primeras medidas fue el aumento de los precios regulados: transporte, energía, etc., afectando de forma muy directa al poder adquisitivo de las familias obreras y de las capas medias. Se prevé que la luz aumente hasta un 40% este año.
Y el golpe específico contra los intereses de la clase trabajadora vino con los infames decretos 664 y 665, un ataque a los derechos conquistados hace décadas, y que implica el aumento del periodo necesario para cobrar el desempleo de 6 a 18 meses trabajados (el propio Ministerio de Trabajo calcula que la mitad de los perceptores perdió su derecho); la reducción de la pensión de viudedad del 100% al 50% de la pensión del fallecido; y nuevas privatizaciones y apertura al capital privado de la Caixa Económica Federal.
La ofensiva contra los trabajadores también se está dando en las empresas y en las administraciones públicas (durante el año pasado se sucedieron despidos y recortes en las principales empresas del país, así como en los gobiernos de los estados y municipios). Igualmente, las capas medidas están sufriendo los efectos de la crisis, experimentando un brusco y amargo cambio de expectativas tras un largo periodo de relativa estabilidad y bonanza. Con este telón de fondo estalla el caso Petrobrás, al conocerse, a principios de marzo, la implicación de 54 personajes de la alta política brasileña en un escándalo de corrupción que ha conllevado el saqueo, por un valor estimado de 2.000 millones de euros, de la mayor empresa pública del país. Entre otros están involucrados los presidentes del Congreso y del Senado (ambos de la derecha), el expresidente Collor y el tesorero del PT. Aunque Dilma no está acusada directamente de robar, la trama se desarrolló a lo largo de los tres mandados del PT y la propia Dilma presidió Petrobrás entre 2003 y 2010.

Las manifestaciones del 13 y 15 de marzo

En este contexto se convocan las manifestaciones del 15 de marzo en todas las capitales del país, impulsadas por la derecha y por los grandes medios de comunicación (incluida la cadena O Globo), siempre muy hostiles a la izquierda y a los movimientos sociales. Su propósito era claro: dar cauce al malestar social dotando a la manifestación de un contenido afín a los intereses de la burguesía. Las manifestaciones, en las que las capas medias tuvieron un peso dominante, fueron importantes, medio millón en todo el país, siendo la más grande la de Sao Paulo, con 200.000 personas. Poniendo en práctica la política de usar y tirar que los capitalistas emplean contra los socialdemócratas cuando estos están agotando su sucio papel, los medios de comunicación han situado la dimisión de Dilma como la motivación central de los manifestantes.
Dos días antes, el 13 de marzo, la CUT organizó en Sao Paulo una contramanifestación en defensa del gobierno, a la que acudieron 40.000 personas, muchas de ellas con mensajes críticos contra sus medidas. Las cifras de ambas manifestaciones fueron inmediatamente comparadas por los medios de comunicación, como si reflejaran la correlación de fuerzas real entre la derecha y la izquierda. Ese “análisis” obvia que que la mayoría de trabajadores, lógicamente, no estaban motivados para salir a la calle en defensa de un gobierno que le estaba atacando, y también pasa por alto el hecho de que muchos de los que participaron en las manifestaciones del 15 lo hacían precisamente contra los recortes y otras medidas económicas muy propias de la derecha.

Ascenso del movimiento obrero

Sería un completo error sacar la conclusión de que en Brasil soplan vientos de reacción. A lo que sí asistimos es a la crisis de la socialdemocracia, a un clima de malestar social generalizado, a una creciente polarización política y a un despertar de la movilización de la clase obrera. Lo evidencian las masivas movilizaciones de junio de 2013 en demanda de mejoras en sanidad, transporte y educación públicas, y las huelgas emblemáticas que se han ido sucediendo en los últimos años (profesores de Sao Paulo, bomberos y barrenderos de Río de Janeiro...) muchas de ellas finalizadas con sonoras victorias. En los dos primeros meses del año hemos tenido dos nuevos ejemplos. La fábrica de Volkswagen en Sao Paulo decidió romper el acuerdo de estabilidad (firmado con los sindicatos a cambio de algunas concesiones de estos últimos) y despedir a 800 trabajadores, pero se encontró con 11 días de huelga prácticamente total, cortes de autopista incluidos, que le hicieron retroceder y retirar los despidos.
Prácticamente a la vez, el gobierno del estado de Paraná, uno de los más ricos del país, lanzó un ataque furibundo contra sus funcionarios. Tras aumentar impuestos, establecer una pensión máxima y hacer que todos los jubilados pagasen un 11% de contribución a la Seguridad Social, decretó la extinción de los quinquenios, se apropió del fondo de pensiones de los funcionarios, despidió a 39.000 interinos sin indemnización, decretó el impago de horas extras a diversos sectores y el cierre de aulas escolares. La respuesta fue inmediata y los diversos sindicatos del sector se movilizaron. Era evidente que la repuesta tenía que ser la huelga general, al menos del sector público, pero los dirigentes sindicales mantuvieron la descoordinación al principio. Correspondió a los profesores la tarea de unificar la lucha: en una asamblea de más de 10.000 personas decidieron entrar en huelga indefinida a partir del 9 de febrero. El día 10, fecha prevista para la votación, 15.000 personas rodearon el parlamento regional y a pesar de los llamamientos de los dirigentes sindicales, acabaron entrando y ocupando el edificio. Al día siguiente los diputados intentaron repetir la sesión en el edificio del restaurante, protegidos por una enorme fuerza policial que sin embargo fue superada por 30.000 manifestantes, obligándoles a huir en un camión blindado. El gobierno regional retiró la propuesta, y aunque su intención evidentemente es aprobarla por partes, los trabajadores lo interpretaron como una enorme victoria.
La posibilidad de un estallido social que ponga en jaque a las instituciones burguesas y al propio capitalismo está implícita en la situación y es el gran temor de la clase dominante. La profundización de la crisis y la corrupción de un sistema podrido hasta las raíces lo hacen cada vez más probable.

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