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Se aproxima la gala anual de los premios Goya y una película ha sido notablemente nominada: En los márgenes, de Juan Diego Botto. ¿Ganará muchas estatuillas? Da igual. Esta película pasará, para muchos de nosotros y nosotras, a la historia del cine español.

Cuando se retrata la verdad, se pone cuerpo a la explotación y al sufrimiento, se pinta a la maquinaria del Estado y a la policía tal cual es, se coloca a la banca y a los empresarios racistas en su sitio, y la solidaridad de clase, la empatía, la lucha colectiva manifiesta toda su fuerza, una película así, se transforma en una parte de nuestra memoria visual y narrativa.

La verdad duele

Ver En los márgenes entusiasma. Qué bocanada de aire, oxígeno puro estimulante. Solo 24 horas, pero narradas con tanta intensidad y emoción, tan vívidas, desgarradoras, llenas de amor, de odio, de lamento y de acción, que parecen una eternidad.

Trabajadores pobres y precarios, autóctonos y migrantes, cajeras, reponedoras, limpiadoras, administrativos, dependientes, albañiles, abogados con conciencia de clase, jóvenes que toman conciencia a partir de hechos infames, servicios sociales podridos al servicio del sistema y, como telón de fondo, los desahucios: más de 400.000 familias expulsadas de sus casas en la última década, mientras el rescate a la banca, con el dinero de todos y todas, ha costado más de 160.000 millones de euros. Desahucios que traen desolación, empobrecimiento, marginalidad, suicidios y muerte. Pero es legal, ya se sabe.

Esta película levantará quejas. No es muy educado importunar al arte con una interpelación tan dura. ¿Y qué? El arte es un arma de la lucha de clases, ¿o no decía el poeta que había que tomar partido hasta mancharse? Además, Juan Diego Botto no solo denuncia, machaca, exprime la realidad, también muestra luz: la lucha.

Y esa es la conclusión. Confiar en nuestras propias fuerzas y solo en ellas, en nuestra capacidad de creación, de ruptura con ese orden establecido y sostenido a fuerza de jornadas laborales interminables, bajos salarios, racismo, porrazos, cárceles, guerras y fronteras. Somos más y somos fuertes, y sin nosotros y nosotras no se mueve una rueda, nada funciona, nada se produce, nada se transporta y se consume.

Librería"
El arte es un arma de la lucha de clases, ¿o no decía el poeta que había que tomar partido hasta mancharse? Además, Juan Diego Botto no solo denuncia, machaca, exprime la realidad, también muestra luz: la lucha. 


Vivo justo en uno de los escenarios de esta obra conmovedora, en Plaza Elíptica, al lado del bar Yakarta, donde cada día, desde las siete de la mañana, cientos de mis hermanos de clase magrebís, latinos, africanos venden su fuerza de trabajo a esa ralea de pequeños empresarios votantes de Vox que los tratan como esclavos, con el beneplácito de Ayuso y Almeida. Al lado de la chatarrería, donde se forman colas interminables de hombres, mujeres y niños, como tú, como yo, como nuestros hijos, que venden metal para poder comer. Muy cerca del comedor social que no da abasto para saciar tanta hambre en el Madrid del siglo XXI.

Sí, el Madrid de las venas abiertas, de los barrios obreros donde decenas de miles se hacinan en sótanos, en terceros y cuartos sin ascensor, sin calefacción, en habitaciones con paredes que lloran desde la mañana a la noche, donde el apoyo mutuo es lo único que queda ante la deserción de la izquierda parlamentaria y de esos sindicatos que se vuelven baluartes de la patronal.

Vaya guion el de Botto y Olga Rodríguez. Y que actuaciones del director, de Penélope Cruz y Luis Tosar. La empleada de supermercado, que abraza la batalla colectiva planteada desde la PAH, la heroica plataforma antidesahucios con rostro de mujer trabajadora. El abogado que pelea hasta la extenuación, y que es puesto de patitas en la calle porque no se mira el ombligo, porque rechaza la indiferencia de los buenistas a los que repele implicarse en el sufrimiento de los otros. El joven interpretado por Christian Checa, que tras un día trepidante entiende que el dinero no lo es todo, también está soberbio.

Y, finalmente, ese hombre descreído y desmoralizado, al que da vida Juan Diego Botto, y cuyo sentido común de lameculos es barrido en una última escena memorable, en la que una brigada de antidisturbios, a ostia limpia, imparte una lección de democracia plena, constitución del 78 y derechos humanos.

Si no la has visto, no te la pierdas, y si la has visto, puedes repetir. No te arrepentirás.


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