El ascenso global de la extrema derecha está sacudiendo la conciencia de millones de trabajadores y jóvenes en todo el mundo. También en el Estado español y en Euskal Herria. Las constantes provocaciones fascistas de Vox y su crecimiento electoral, la actuación de los escuadristas nazis de Desokupa, el intento fracasado de Vito Quiles de hacer un acto de odio ultraderechista en la universidad de Navarra, o las cargas brutales de la Ertzaintza contra los jóvenes antifascistas en Gazteiz que protestaban contra la infame manifestación de La Falange, han puesto sobre el tapete un debate realmente importante: ¿Cuáles son los métodos que debemos emplear para combatir con eficacia a esta escoria reaccionaria? ¿Cuál es la política más adecuada para derrotarlos?
La discusión recorre a toda la izquierda en el Estado español, y por supuesto en Euskal Herria donde las polémicas entre la izquierda abertzale y el Movimiento Socialista (MS) no dejan de sucederse. Todo ello, como no puede ser de otra manera, anima a miles de activistas a repensar sobre este aspecto de crucial importancia en la lucha por el socialismo y la autodeterminación de Euskal Herria.
A continuación, exponemos un análisis sobre las causas del avance de estas fuerzas reaccionarias y una propuesta política de frente único antifascista.
El neofascismo contemporáneo
El espectáculo nauseabundo de Trump, Milei, Le Pen, Ayuso, Abascal, y muchos otros líderes de la extrema derecha y de la derecha más “tradicional” celebrando entusiastamente el genocidio sionista, no está desligado de otros fenómenos políticos de gran trascendencia.
En EEUU la actuación de un cuerpo policial como la ICE —que funciona de manera similar a las bandas fascistas paramilitares que inundaron Alemania e Italia en los años treinta—, las deportaciones masivas de migrantes o su internamiento en cárceles y campos de concentración en EEUU y en territorio europeo, la creciente legislación antidemocrática, o la intensificación de la represión policial y judicial contra la izquierda militante… constituyen elementos muy concretos de la crisis del capitalismo.
Una crisis que está marcada por una feroz lucha imterimperialista por los mercados, las materias primas y las rutas comerciales, por la privatización de los servicios públicos y una especulación inmobiliaria salvaje, la catástrofe ecológica y, como telón de fondo, por la progresiva descomposición de la “democracia” parlamentaria.
Si lo pensamos en términos históricos, vivimos una etapa de barbarie y militarismo, donde la acumulación del capital se muestra cada vez más incompatible con los derechos democráticos que la lucha obrera arrancó en décadas pasadas. Esta es la base material sobre la que florece la extrema derecha y que impulsa la fascistización del aparato del Estado.

¿Quién duda a estas alturas de que Trump o Milei, Meloni o Le Pen, Abascal o Ayuso si pudiesen, implantarían una dictadura totalitaria? Pero si no pueden es porque la correlación de fuerzas no se lo permite, ni a ellos, ni al gran capital del que dependen.
Es importante, por tanto, no confundir los avances electorales de la derecha y la extrema derecha con la derrota aplastante que sufrió la clase trabajadora en los años treinta del siglo XX. Tener una visión superficial de la lucha de clases solo conduce a la impotencia y al sectarismo. Como demuestra lo sucedido en EEUU con la elección del Mamdani como alcalde de Nueva York, con los siete millones de personas que llenaron las movilizaciones de No Kings, o con la rebelión global contra el genocidio sionista en Gaza… amplios sectores de los trabajadores y la juventud están sacando conclusiones políticas avanzadas y se mueven hacia la izquierda con mucha energía. Despreciar estos hechos es un grave error.
Pero dicho todo lo anterior, sería igual de incorrecto plantear que está descartado el desarrollo de movimientos neofascistas de masas. Muchos de los elementos que dieron lugar a su crecimiento y triunfo en los años treinta, están presentes en la situación actual.
La pequeña burguesía arruinada, y capas del proletariado víctimas del desempleo y la desigualdad, desengañadas y desmoralizadas por las políticas capitalistas de la socialdemocracia, constituyeron la base social del fascismo en los años treinta, que en un principio no era de masas, pero que fue engordando a medida que el fracaso de los partidos parlamentarios se hacía más palpable.
Cuando Trump, un representante consumado del gran capital, un imperialista acérrimo moviliza a la pequeña burguesía, y a millones de trabajadores empobrecidos furiosos con el partido demócrata y la burocracia sindical, lo hace con un lenguaje visceral que combina los mismos elementos antisestablishment del discurso fascista tradicional (contra la casta, lo políticamente correcto…), con el racismo, la islamofobia, el anticomunismo más feroz, el negacionismo climático, el machismo y la hostilidad hacia el feminismo, la comunidad LGTBI y las personas trans...
Las expresiones políticas del neofascismo emergente del siglo XXI no tienen por qué tener las mismas formas estéticas que en el siglo XX, pero en su contenido y objetivos las simetrías son evidentes.
El totalitarismo y las políticas bonapartistas marcan ya la acción de muchos gobiernos capitalistas. En EEUU, en Gran Bretaña, en Francia, Italia o Alemania, los decretos presidenciales que evaden el control parlamentario, el incremento de las leyes represivas o el reforzamiento del aparto policial representan medios poderosos de la gobernanza. No son elementos aislados, sino señales crecientes de que el parlamentarismo burgués no asegura los beneficios capitalistas como antes.

Hay pocas dudas de que la democracia burguesa está sufriendo una seria erosión en las naciones del capitalismo central, pero obviamente la liquidación del parlamentarismo y su reemplazo por regímenes fascistas no se puede lograr de un día para otro. Culminar una contrarrevolución tan profunda implica someter a la clase obrera después de combates muy intensos, de una aguda lucha de clases.
La historia ofrece lecciones al respecto. Ni Hitler ni Mussolini ni Franco fueron la primera opción de la clase dominante. Ninguno se impuso por tener más apoyo social ni por poseer más fuerza en las calles y, sin embargo, la burguesía les acabo respaldando para garantizar la continuidad de su poder de clase.
La correlación de fuerzas en Italia, Alemania o el Estado español fue extremadamente favorable, durante años, a los trabajadores y a la revolución socialista. Pero la ausencia de una dirección política capaz de derrocar a la burguesía fue el factor decisivo. El movimiento obrero fue traicionado por la izquierda reformista y finalmente derrotado en todos estos países, aunque no de la misma manera. En el caso del Estado español los obreros y campesinos resistieron con las armas en la mano durante tres años al fascismo internacional.
La responsabilidad de la socialdemocracia
Los progresos de la extrema derecha responden a estos factores objetivos derivados de la crisis orgánica del capitalismo. Pero existen otros, por así decir subjetivos, que animan este avance. Es el caso de las políticas gubernamentales de la socialdemocracia.
Ya sea el laborista Starmer en Gran Bretaña, los dirigentes del SPD en Alemania, incluso en el Estado español con Pedro Sánchez, que intenta mantener un discurso “antifascista”, sus políticas se caracterizan por enriquecer a la banca y las grandes corporaciones capitalistas, aplicar activamente los recortes que degradan la enseñanza y la sanidad pública, o utilizar la paz social para dar todo el poder a la patronal hundiendo los salarios y los derechos laborales.
Todos ellos capitulan por igual ante los especuladores inmobiliarios y los fondos buitre, apoyan la legislación racista de la UE contra la inmigración, aprueban leyes represivas que refuerzan la fascistización del Estado y los cuerpos policiales, y defienden sin fisuras el reame imperialista de la OTAN, manteniendo una complicidad con el régimen sionista de Tel Aviv imposible de ocultar.
Las consecuencias de estas políticas son evidentes: un empobrecimiento de la clase trabajadora y la juventud —en el Estado español las tasas de pobreza juvenil son las más altas de la UE—, que despeja el camino a la demagogia de la extrema derecha.
Vox, y muchos sectores del PP, han ofrecido una bandera de “lucha” a esa pequeña burguesía que se hace de oro con la explotación de la mano de obra migrante, que se forra con la especulación de la vivienda y que ven en la izquierda el enemigo número uno a batir. Y tampoco hacen ningún asco a la violencia callejera, como hemos visto en Torre Pacheco o en numerosas manifestaciones fascistas siempre protegidos por la policía.

El discurso reaccionario responsabilizando a la inmigración por el desempleo, la disminución de los salarios y la degradación de los servicios públicos se ha convertido en un anzuelo para sumar a trabajadores muy desmoralizados, desmovilizados y escépticos, a los que la izquierda institucional abanderada de los recortes y la austeridad solo vende humo.
Por un frente único antifascista, con una política de clase y socialista
Hay factores diferenciales respecto a los años treinta del siglo XX y que suponen obstáculos reales para el avance del fascismo, como el peso de la clase obrera mundial y su nivel de instrucción cultural. También la memoria histórica que mantiene viva la llama antifascista.
De hecho, la campaña de los medios de comunicación sobre un giro total a la derecha de la juventud no se compadece con la realidad. Ha sido desmentido por millones de jóvenes que están en primera línea contra el genocidio sionista, y en las movilizaciones estudiantiles multitudinarias que han enfrentado las provocaciones de la extrema derecha.
Existe un formidable potencial para barrer a esta escoria. Pero sin la organización consciente de todo ese potencial con un programa revolucionario, que una a todos y todas las explotadas para derrocar el sistema capitalista, el antifascismo se vuelve impotente.
Por eso, y hay que decirlo con honestidad, proponer alianzas con partidos burgueses que son defensores de este orden social, para combatir a la extrema derecha, nos desarma ideológicamente y en la acción.
En el caso de Euskal Herria, el PNV no es un partido fiable para los trabajadores. Como representante del capital vasco, el PNV se alineó en la represión salvaje contra la izquierda abertzale, consintió la guerra sucia del GAL, no movió un dedo contra la ilegalización de HB. Jamás hizo nada por la ampliación de los derechos democráticos de nuestro pueblo, todo lo contrario.
En la actualidad el PNV se ha posicionado contra las movilizaciones a favor del pueblo palestino, y mantiene excelentes vínculos con los genocidas sionistas. Pero no solo eso. Es el campeón de las privatizaciones, de los ataques a la enseñanza y la sanidad pública, al euskera, y ha abierto de par en par la Ertzaintza a sectores declaradamente fascistas, ¿O acaso la policía del PNV no colabora activamente con los escuadristas de Desokupa y ataca violentamente a los jóvenes antifascistas?
La dirección de la izquierda abertzale debería tener claro este asunto. Pero, lamentablemente, no lo tiene. Pensar que un proyecto de país antifascista, o ejercer el derecho a la autodeterminación, son objetivos que pueden lograrse con el PNV y con el PSE, choca con la experiencia política que hemos vivido en Euskal Herria.
El PSE y el PSOE, igual que el PNV, han sido una pieza fundamental del régimen del 78, que se negó a depurar el aparato del Estado franquista, otorgó legitimidad a la monarquía juncarlista y concedió una absoluta impunidad a los responsables de los crímenes de la dictadura. De aquéllos polvos, vienen los lodos actuales.
La lucha contra el fascismo se puede plantear consecuentemente solo en términos de clase, y defendiendo un programa socialista. Es importante tener clara esta idea. EH Bildu, y su base militante y social, ha sufrido muy duramente en sus carnes la represión del Estado español y francés, con decenas de compañeros y compañeras asesinadas por las bandas paramilitares y las fuerzas policiales, con miles de presos, con miles de exiliados. Su capacidad de movilización está fuera de duda, como se demostró en la gran huelga general del pasado 15 de octubre contra el genocidio sionista en Gaza. Por tanto, decir que esta organización, con un apoyo real entre clase obrera y la juventud, es parte del bloque burgués, no ayuda en nada a crear las bases de un Frente Único antifascista, absolutamente necesario en estos momentos.
Somos miles los activistas de la izquierda combativa, trabajadores y jóvenes comprometidos con la lucha por el socialismo y la autodeterminación, los que creemos que hay que levantar una alternativa unitaria contra el avance del fascismo: Frente Único, unidad de acción para ocupar las calles y no dejar espacio a esta escoria reaccionaria, a sus organizaciones, y a sus mentores capitalistas.

Un Frente Único que movilice con contundencia a miles de trabajadores contra la extrema derecha, que les enseñe el puño de nuestra clase. La acción colectiva es la clave, porque eleva el nivel de conciencia revolucionaria y fortalece la organización independiente de los trabajadores frente a la burguesía.
Es importante, muy importante, unir a los sectores más veteranos con una juventud que, obviamente, rechaza las políticas fracasadas de la socialdemocracia. Confiar en las instituciones capitalistas, sea el parlamento vasco o el español, como antídoto contra el avance del fascismo, es un callejón sin salida. Para barrer a los fascistas hay que confrontar con el capitalismo y sus instituciones, defender que la expropiación de los bancos y los grandes poderes económicos es un paso necesario para resolver las acuciantes necesidades sociales.
Necesitamos volver al marxismo revolucionario, al programa del genuino socialismo y a los métodos de la lucha obrera.
Esta es la propuesta de Ezker Iraultzailea y te invitamos a discutirla para construir la resistencia antifascista, de clase y socialista.



















